Al final, y tal vez desde el principio, el teatro es sobre todo la ceremonia del actor reconocible en su arte sobre la escena por el público, cuando este colabora con su silencio casi litúrgico precisamente a la liturgia que desgrana el oficiante. En el Ahab que edifica José María Pou se percibe ese silencio denso, donde resuena hasta la respiración del actor; que decide, como indica él mismo en alguna entrevista, dar una traza y tono shakesperarianos al viejo capitán obsesionado por su monstruo blanco.

José María Pou ha hecho un largo camino sobre el escenario, casi tanto como el mismo Ahab sobre el Pequod (cincuenta años en el mar, y apenas dos en tierra de todos ellos, dice en algún momento, y casi podría decir lo mismo el mismo Pou con el teatro) así que conoce y domina todos los rincones, esquinas, estancias y alturas del oficio. Con esta indiscutible autoridad, el mejor Ahab es el que Pou ha decidido hacer, y tal y como lo ha decidido. Encaja toda la desmesura del personaje sobre todo en la palabra, casi un poema épico recitado con celo y mimo en cada inflexión, con añadido de la emoción tremolante sobre todo en los picos del relato.

DOS ÉPICAS

Hay pues casi dos épicas en la misma historia, la de la peripecia del capitán y de tripulación del barco, que es la que comienza Ismael, el único superviviente, y la del propio actor encarnando un personaje extremo en su obsesión, de ribetes trágicos, que recuerda en su desmesura a los arquetipos de los héroes griegos cegados por los dioses hasta la inmolación y la propia destrucción, no sin antes arrastrar a otros en su destino aciago.

Aquí, en esta fábula sobre la obsesión y el delirio de la venganza, de nuevo, el protagonista busca una culminación, una especie de reparación tan imposible como irracional, en la muerte de un animal que no hace otra cosa que responder al instinto, un animal que, como la propia naturaleza, no es culpable, pero a quien la locura de Ahab condena como causante de su propio mal; y para esa misión, que se convierte en sagrada, se adueña del destino de 30 hombres a los que somete a su propia suerte hasta la inmolación de todos, excepto del que queda para contarlo.

Juan Cavestany exprime la novela de Merville para esta hora larga de drama, y pone las palabras de mayor vuelo y grandeza evocadora. La escena figura una quilla de tablas imperfectas y un suelo de madera que dan buena idea de la cubierta, la proa y las amuras del Pequod, junto con la proyección al fondo de un mar cambiante con los tonos de relato; un espacio sonoro bien elaborado contribuye también en los momentos donde la acción se hace más intensa y en su conjunto se cuaja esta buena versión de la novela, con todos los elemenstos ordenados según puesta en escena de Andrés Lima. La lucha final con la ballena está resuelta de manera ingeniosa y logra un final brillante y con intensidad indudable.

José María Pou hace pues una creación personal de este Ahab, este arquetipo de la desmesura, con amplitud de tonos, cambios de tiempo y abundantes silencios que cuajan en la sala y construyen un clima notable y de una gran calidad en la relación con los espectadores durante toda la función. Jakob Torres y Oskar Kapoya dan réplica adecuada y completan una representación que se celebra de manera clamorosa por un teatro lleno que aplaudió largamente el trabajo generoso de José María Pou y de todo el equipo.