Dice Tatiana Tîbuleac que, en Rumanía, hablar mal de una madre es una blasfemia. La madre como cuerpo sacro, como génesis religiosa de la vida, es la causa primordial de profanación de las páginas iniciales de esta primera novela, arrebatada como solo lo pueden ser lo escrito desde las vísceras. Estructurada en capítulos breves como ráfagas de viento, interrumpidas en serie por variaciones de su pavesiano título que caen como hojas secas, El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes (Impedimenta) empieza como el relato de un loco adolescente que ha declarado la guerra a la figura materna para terminar como el diario de un artista maduro que ha logrado reconciliarse con ella. Es un viaje de redención, literalmente terapéutico, aunque el lector tarde mucho en saberlo.

Todo apunta, en ese largo arranque, a que el rosario de desgracias que hunde en el odio a Aleksey, recién salido de un psiquiátrico y con el trauma de la muerte de su hermana pequeña a sus espaldas, se traducirá en rabia contra una madre que no ha sabido amarle, que se sintió abandonada por el mundo y no se dio cuenta de que aún le quedaba alguien a quien amar. Hay compasión por la hermana muerta, pero el discurso es directo, de rebelde con causa con instintos asesinos, como uno de esos antihéroes de Irvine Welsh que serían capaces de vender a su familia por una dosis de heroína cortada con anfetas.

Y, sin embargo, Tîbuleac nos tiene reservada una doble sorpresa. Una sorpresa que afecta a la sustancia del relato, y otra a su temporalidad. Una confesión, que podría retitular la novela (De repente, el último verano), y que reconfigura la agresiva relación materno-filial en un auto sacramental, devolviéndole a la madre su condición humana, y al hijo la comprensión del mundo, sin que la prosa nunca caiga en la autoayuda. Lo que nos cuenta Aleksey se transforma en un cuaderno de bitácora, un diario íntimo por encargo de su psiquiatra, cuando, una vez convertido en artista plástico millonario, tiene que enfrentarse a un bloqueo creativo. Si el lector esperaba la historia de un fracasado, Tîbuleac le da la vuelta a la tortilla: el dinero no hace la felicidad, pero la ira y la tristeza pueden convertirse en arte. Sin embargo, uno nunca puede huir de su pasado, y Aleksey debe cerrar ese capítulo traumático de su vida.

Si algo se le podría reprochar a El verano en que mi madre... es que, a veces, Tîbuleac no acaba de graduar la temperatura de su poética. No cabe duda de que el vuelo lírico de su estilo es enorme («El campo de girasoles había perdido los pétalos y ahora parecía un rostro destrozado por el acné»), de que la capacidad para la metáfora campa a sus anchas, pero también da la impresión de que los excesos de su prosa son propios de una novela primeriza, que se enamora con facilidad de su talento. Talento, sí, desbordante: he aquí una escritora a tener en cuenta.