Con Marlon Brando --a sus 80 años-- parece haber muerto no sólo un mito del cine, sino además un mito del mito. Porque hubo un tiempo en que muchos grandes creadores (y los actores estaban entre ellos) vivían sólo para el arte y para una vida que --difícilmente adaptada al arte-- se convertía al arte del exceso, de la exageración, de la búsqueda, muy a menudo de la catástrofe...

Hijo único de padres mal avenidos, Brando no se enfrentó a la interpretación como a un modus vivendi , una manera de ganarse el pan (eso no era de artista), sino como un modo de indagar en la vida y, por tanto, de volverse arte. Por eso, en tantas películas excelentes, Brando fue camaleónico y excelso. No quería un papel cualquiera, sino retos: del célebre Stanley Kowalski de Un tranvía llamado Deseo se convertía en Emiliano Zapata o en el japonés de La casa de té de la luna de agosto . Brando pudo dar cuerpo, entonces, a la idea de una belleza masculina morbosa, poderosa y atractiva: en camiseta y sudando. Joven, rudo y bello. Pero también podía dejarse maquillar en feo, para cambiar enteramente.

Cada uno de sus papeles es una lección. Desde el atlético Marco Antonio de Julio César , de Mankiewicz, hasta el terrible Kurtz de Apocalypse now , de Coppola, hasta llegar al muy grueso abogado de Una árida estación blanca , que defiende los derechos de los negros.

A favor de las minorías (algunas de sus mujeres fueron indias o polinesias), Brando entendía que la vida no está bien en la vida. Que si él era un artista --y lo era-- debía pedir más al vivir y no contentarse con el tedio cotidiano. La búsqueda del arte en la vida --excesos amatorios, lucha contra el orden establecido-- le llevó a su propio desorden. Huía de la fama, que le perseguía. No pudo contar el número de sus hijos (uno fue acusado de matar al marido de su hermana, que se suicidó) pero los ayudó a menudo. No supo controlar el muchísimo dinero que ganó, pero dejó ver que no le importaba el dinero, sino era como acequia a sus caprichos. Violento, turbio, apasionado, generoso, sensual, vividor y depresivo, Marlon (cual lo plasmó Truman Capote, ya en 1956) era un torrente de talento actoral y de fuerzas contrapuestas.

Es posible que alguien se pregunte por qué los actores de hoy --incluso buenos-- parecen más convencionales y mansos. Valdría preguntarse, también, por qué no existe hoy Benvenuto Cellini. Marlon Brando buscó el arte y supo --no tarda en saberse-- que quien se adentra en el arte no puede dejar de anhelar cambiar la vida.

Y ofrece sacrificios a la grandeza del Desorden, que --si todo funcionase-- sería un Orden distinto. Otros ven hoy a Johnny Depp (quizá lejos) como sucesor de Brando. Quiso una ética nueva y un mundo diferente, pero se ahogó entre cables y cintas.

Gordo, enfermo y arruinado, el triste y esplendoroso fin de Brando (siendo él quien era) debía ser, lógicamente, un final de película. Como Baudelaire veía a los albatros, torpes en la tierra, príncipes de la altura.