El Altoaragón como escenario previo a la guerra, la amistad entre un párroco y una profesora a pesar de los acontecimientos y el siempre presente recuerdo de la barbarie de las batallas y la pérdida, en todos los sentidos, que supone. Estos son los elementos que rigen la última novela de Domingo Buesa, El cura y la maestra (IEA), donde además de reivindicar la tolerancia recuerda los pueblos aragoneses destruidos tras la Guerra civil y cómo la falta de oportunidades que tuvieron, ahora parece repetirse con el proceso de despoblación.

La novela se escribió en un mes, durante el confinamiento. «La maestra viene de una familia asentada en Huesca, dedicada a la docencia con una amplia cultura y educación. El cura surge de una familia del valle del Huerva, dedicada a la ganadería y agricultura. Ambos son destinados al pueblo para, uno ejercer de párroco, y otra para mantener abierta la escuela. Entre ellos surge una relación absolutamente de respeto. Lo que se plantea en el libro es que a pesar de las diferencias pueden hacer frente común contra la barbarie, la falta de respeto que mantiene las guerras», explica Buesa.

Narrado años después de la guerra por uno de sus protagonistas, El cura y la maestra aborda a su vez el papel de los municipios rurales. «Creo que es también una denuncia de cómo hemos dejado perder todos los pueblos, que es muy importante mantener vivo el territorio. Al final de su vida, el cura, que se ha dedicado a una labor social, decide volver al escenario y se lo encuentra absolutamente destruido e invadido por la maleza en el que solo va a mantener una conversación con una persona del pueblo que vuelve a plantear el problema de la intolerancia» señala el autor. Aunque quiere aclarar que la situación no es la misma que tras la guerra, «ha cambiado fundamentalmente sobre la conexión con el mundo, porque aquellos pueblos que mantenemos desconectados del mundo están condenados a la muerte. Por lo tanto sí que ha cambiado, los ha convertido en un elemento, de conexión con el mundo, de trabajo. De esa forma recuperamos el patrimonio material, el patrimonio cultural, y lo hacemos con gente que están dispuesta a construirse un futuro en él».

De las pérdidas irreparables que trajo la Guerra civil, como el posterior abandono de los pueblos en busca de oportunidades, desembocó, cuenta Buesa, en la destrucción de la cultura popular que llega hasta nuestros días: «Ese patrimonio cultural heredado, de saberes y conocimientos de generación tras generación, de cómo luchar contra la enfermedad con las plantas que hay alrededor, saber cómo se va a comportar el universo, cuando va a llover… Se ha ido perdiendo poco a poco y creo que no ha ocurrido hace tanto».

La alianza entre sus personajes, describe el autor, no viene de otra parte sino de la cultura: «La gente que sabe y entiende lo que ha ido ocurriendo a lo largo de la historia está mejor preparada para los momentos de barbarie, de falta de dignidad y sentido común que son las guerras. Como dice un personaje de la novela ‘las guerras las pierden los dos bandos’. Los dos de alguna manera, desde su conocimiento, cultura y reflexión son conscientes de que eso no puede seguir así, entonces deciden apoyarse frente a esa absurda posición que toma el mundo». Buesa explica, además, que muchas de las escenas no vienen de documentos archivados, sino de sus propios recuerdos.

A la novela, ambientada en la zona del Sobrepuerto, le acompañan una serie de imágenes y fotomontajes de Manuel Estradera, conocido como Strader, que contribuyen a crear el ambiente rural imaginado por Buesa que ya trabaja en otra novela, sobre la construcción de la catedral de Jaca y los orígenes del Reino de Aragón.