El alma del Ebro de Jaume Plensa está bien. Mucho tiene que ver su ubicación, delante de la fachada principal del Palacio de Congresos; y el haber sido convertida en icono de la Exposición Internacional Zaragoza 2008, con el visto bueno del público, que supo identificar la imagen sin entrar en más detalles, algunos de los cuales centran este artículo. Con motivo de la presentación de su intervención escultórica, Jaume Plensa (Barcelona, 1955) hizo referencia a los aspectos técnicos y a su propósito de crear un lugar de recogimiento, incluso en medio del bullicio festivo de la Expo.

Interesan más, ahora, las reflexiones que el artista hizo a las preguntas de César Rendueles para la revista Minerva del Círculo de Bellas Artes de Madrid, en junio de 2007. En ellas, Plensa insistió en su interés por el cuerpo, que incluso le hizo pensar en estudiar medicina, una idea que abandonó cuando fue consciente de que la escultura le permitía aproximarse poéticamente al cuerpo, que era lo que en realidad le importaba. Sobre cuerpos, y también de almas, escribe Rafael Argullol en su libro Maldita perfección. Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza. Al mundo centrípeto medieval, obsesionado por el centro y por el sistema, corresponde un cuerpo cerrado, de ahí que el médico medieval se contentara con la fortaleza de la teoría, de la contemplación, sin tener que abrir el cuerpo. El Renacimiento en cambio, continúa su reflexión Argullol, rompió los límites de los distintos mundos, apostando por la exploración y por la «profundidad», su gran conquista. De entre las diferentes cargas de profundidad, cabe hacer especial énfasis en la que abre el cuerpo, con la figura del médico-cirujano; la que abre el espacio plano de la representación con el cuadro-ventana y la perspectiva; y la que abre el Yo, con el asentamiento del individuo. El hombre penetra en el mundo porque penetra en el cuerpo. Y viceversa. A las conquistas del cuerpo y del Yo, se suma la exploración física y espiritual del cuerpo, de tal modo que el estudio naturalista de la anatomía del cuerpo es un camino que debe conducir al conocimiento del «alma», concepto al que Argullol también atendió en Enciclopedia del crepúsculo: si la pervivencia de lo humano estriba en la necesidad, capacidad y placer de preguntar, el «alma», si se puede hablar de ella, son las preguntas.

Las reflexiones de Rafael Argullol parecen coincidir, no es extraño, con las de Jaume Plensa, para quien el «alma», concepto que le obsesiona, está vinculada con la interrogación. Como a los artistas del Quattrocento, cuyas obras analiza Argullol, a Plensa le interesa reflejar la descorporeización y la ingravidez en la configuración de sus esculturas públicas.

Así se lo planteó en El alma del Ebro, enorme figura serena de un hombre sentado con los brazos abrazando las piernas, que pese a su escala -11 metros de alto por 8,50 de ancho y 8,40 de largo-, parece flotar en el aire y en la luz que la atraviesa entre la retícula de letras soldadas, que como un sistema celular, le dan forma. El cuerpo abierto de la escultura permite e invita al espectador a adentrarse en ella, explorarla, penetrarla, en definitiva; aunque no sea refugio lo que allí encuentre, sino una carga de «profundidad» que le remite a su propio cuerpo y a la posibilidad de pensar en trascenderlo, haciendo preguntas.

Cualquier pregunta es válida. La individualidad es un rasgo que a Jaume Plensa le interesa por ser una toma de conciencia del ser humano. Un aspecto importante en su valoración del arte público en el que debe primar, considera, la relación con la gente en un nuevo lugar de encuentros.

El cuerpo abierto y sin rostro mira hacia el Ebro. Sin desviar la mirada. «No desvíes la mirada. Fíjala. Se trata de ti mismo. Esta forma que nos lleva: lenguaje, palabras, apenas es tan fugitiva como los sentimientos que, en silencio, nos abandonan. Todo cambia. Porque «la vida no está libre de sus formas» (Wallace Stevens, Adagia). «Y el instante que escapa despreocupa su interrogación en el vacío», escribe José Jiménez en Cuerpo y tiempo. La imagen de la metamorfosis.

Desde la altura de sus once metros, El alma del Ebro que todo lo ve, fija su mirada en las Pantallas espectrales sobre el Ebro de Fernando Sinaga, arruinadas en la otra orilla del río. Y es consciente, como escribió José Jiménez, que todo cambia: «Y así, todo se regenera». A diferencia de lo estable, de lo permanente: «lo que se encierra en la permanencia está petrificado» (Rilke, Sonetos a Orfeo). Fija tu mirada. Lo fugaz no tiene por qué ser siempre doloroso. Si todo cambia, todo se renueva. Abre tus ojos a la transformación: desea, «quiere la metamorfosis» (Rilke). «En ella habita el designio más intenso del camaleón que inciertamente somos: la fuerza para crear».