'El bailarín' no recoge toda la vida del famoso bailarín soviético Rudolf Nureyev, sino que se ciñe a algunos aspectos de su infancia y, básicamente, su formación en una escuela de danza de Leningrado hasta que llega a París para actuar con su compañía, a principios de los 60, y acaba pidiendo asilo político.

Así que es una película sobre el aprendizaje (artístico, sentimental, sexual y político) antes que sobre el éxito, ya que los grandes triunfos de la carrera de Nureyev llegarían después de la última escena del notable filme que le ha dedicado el Ralph Fiennes. El título original de 'El bailarín' es el de 'The white raven'. Un cuervo blanco era entonces, en la antigua Unión Soviética, alguien distinto y extraordinario. Nureyev lo fue sin duda. Tan plástico e innovador en sus pasos de baile como megalómano, tiránico, ambicioso y orgulloso en exceso.

Pero se supone que estos rasgos son inherentes a casi todo comportamiento artístico. Fiennes no disimula en ningún momento los aspectos más despóticos del personaje. Es un retrato directo y bastante descarnado, además de muy verista (la versión original es en ruso, no en inglés): la forma en que utiliza tanto a su profesor en Leningrado, encarnado por el mismo Fiennes, como a la esposa de este, o las manipulaciones emocionales a las que somete a la ex novia del hijo de André Malraux, quien será decisiva para que Nureyev obtenga cobijo en Francia.

Las ambiciones del bailarín van combinadas, por supuesto, con la evolución de su arte. Fiennes también se muestra muy atento al proceso: los enfrentamientos en la escuela de danza, las innovaciones en el escenario o la avidez con la que el protagonista contempla varios cuadros en el museo del Louvre para inspirarse en la gestualidad de los cuerpos humanos, sobre todo 'La balsa de Medusa'.

Lejos del filme biográfico tradicional, 'El bailarín' enfrenta al artista incipiente con su tiempo inclemente. Lejos también de la estridencia y los efectos desaforadamente melodramáticos del género del biopic.