Se podría decir que en lo tocante a novela histórica, el francés Éric Vuillard (Lyon, 1968) se ha inventado un género en exclusiva. Es la novela que utiliza el pasado para pensar el presente y lo hace sin romanticismo ni nostalgia, convirtiendo sus historias en una suerte de películas de vertiginoso montaje en las que las panorámicas se funden con los primeros planos e incluso con los planos de detalle. Si en El orden del día (ganadora del Goncourt y casi 50.000 ejemplares vendidos en España) encapsuló la segunda guerra mundial en poco menos de 200 páginas, ahora hace algo parecido con 14 de julio, escrita con anterioridad pero marcada por el mismo aliento. Una obra que sitúa al lector, codo con codo, junto a los pobres diablos que empuñaron horcas y picas para asaltar la Bastilla. Con ellos entró el pueblo en la Historia con su hache mayúscula.

-En casi todos sus libros conviven el historiador y el novelista. Pero evidentemente, el segundo le gana la batalla al primero.

-Es que el 14 de julio no solo sirvió en lo político. También transformó el estatuto del escritor. Antes tenía como función distraer a las élites y celebrar sus gestas. Pero a partir de la Revolución, el escritor empieza a vivir de sus derechos de autor y se dirige a un público más amplio.

-¿Todo eso se gestó ese día?

-Tuvo su origen, pero, claro no de un día para otro. Los escritores trabajaban formas como la novela o el teatro, heredadas del antiguo régimen, pero de manera poco consciente empezaron a democratizar sus intenciones. La gente de a pie entra en sus tramas y solo hay que pensar en Balzac y la Comedia humana, en la que se retrató el escalafón completo de la sociedad francesa del XIX. La literatura tiene un papel distinto al de la historia.

-¿Y cuál sería?

-La historia investiga la realidad a través de un método y lo hace a una cierta distancia. La literatura funciona más por proximidad, lo hace de una forma más viva. En el fondo permite estar muy cerca de los personajes y eliminar las galas de la dignidad que ofrece la distancia. La distancia abole el juicio y enfría los acontecimientos, en cambio la proximidad los convierte en personajes cotidianos.

-Lo que ha hecho es darle nombre propio a los individuos que formaron la turba. ¿Su intención con esta propuesta era humanizar la masa?

-Creo que los escritores tenemos una gran sensibilidad para los nombres propios. Barthes explica que Proust empezó a escribir En busca del tiempo perdido solo cuando decidió el nombre de sus personajes: Swan, el barón Charlus, Albertine, Madame Verdurine Pero yo en este caso no he inventado nada. Los nombres de los revolucionarios proceden de los archivos, allí descubrí también sus oficios o sus direcciones y me permitió reconstruir una historia más viva y realista. Además, todos los nombres aparecen en orden alfabético…

-Es verdad. ¿A qué obedece?

-Porque el orden alfabético nos preserva de los privilegios. Quería que los nombres aparecieran como cuando se pasa lista en el colegio. Allí no se mencionan primero a los mejores alumnos como haría el poder. En ese listado hay una especie de lirismo poético.

-En el fondo está haciendo algo opuesto a lo que se planteó en ‘El orden del día’. Si allí convertía a los grandes nombres de la segunda guerra mundial en meros títeres, aquí humaniza a la gente anónima.

-Solemos presentar a las masas como algo poco claro. Pero si nos acercamos, vemos a individuos reales, a gente que conocemos bien en nuestra vida cotidiana. Eso nos demuestra que nuestra vida cotidiana es mucho más interesante que la de la élite.

-Usted además añade no poca poesía en sus retratos. ¿Cree que la poesía puede añadir más verdad a la realidad?

-La poesía servía en el antiguo régimen para glosar a los poderosos. Lo fácil sería decir que al pueblo le corresponde la prosa. Yo creo que al pueblo también le corresponde la poesía. Me gusta la idea de dejar que las palabras nos arrastren y de no saber qué escribirás en la próxima frase. Sí, ahí hay más verdad.

-Si el 14 de julio es el día D de la creación de nuestro contrato social y nuestras convicciones democráticas, ¿podría decirse que esta novela también está hablando del presente?

-Claro está. Siempre escribimos desde el presente. Y a diferencia de lo que suele creerse, es el presente el que nos enseña algo del pasado. Y lo que nos enseña es que el pueblo sigue buscándose a sí mismo en todas partes. Lo hizo el 15-M en España, también en Grecia y en Estados Unidos. El paralelismo es claro. Pensemos que el 14 de julio fue una revuelta sin intermediarios y sin instigador y que todos esos otros movimientos han sido también espontáneos.

-El libro, aunque escrito antes, prefigura la revuelta de los chalecos amarillos. ¿Percibía el clima de insatisfacción?

-Por supuesto. Desde hace unos años es fácil detectar en Francia una intimidación del poder político que cada vez se hace más profunda. En el final de mi novela, cuando la Bastilla ya ha sido tomada, hay un clima de felicidad pese a las muertes y la violencia. Y solo pude escribirlo así porque me daba cuenta de que la temperatura social empezaba a subir.

-¿Qué opinión le merecen los chalecos amarillos?

-Lo que más sorprende es que el movimiento prosigue tres meses y medio después de haber estallado y con una capacidad de adaptación extraordinaria. Los números son tremendos. Dieciocho personas perdieron un ojo. Cuatro o cinco, una mano. Otros no pueden caminar. Sin contar a las 7.500 personas detenidas.

-Escribe que las revoluciones son como la antigua fábula de los durmientes de Éfeso, que se echan a dormir durante años para despertar cuando menos se les espera. Lo cierto es que la llegada de Napoleón Bonaparte mandó a la cama a los revolucionarios.

-Solemos tener la sensación de que los procesos revolucionarios tienen una historia discontinua porque no podemos dedicar nuestra vida solo a montar barricadas. La gente tiene que trabajar, educar a sus hijos, comer. Necesita tranquilidad. Lo que ocurrió ese día tiene una importancia real que fue claramente mucho más allá de las guerras napoleónicas. Realmente, pasado el tiempo su estela hizo caer todas las monarquías del continente europeo. Claro que hubo mucha gente en Francia que intentó minimizar esa fecha, pero hoy su importancia está intacta. El día de la fiesta nacional francesa se hizo en contra de mucha gente, y es que el pueblo decidió celebrarlo al margen del gobierno que hubiera.