Cuando mucho tiempo ha comencé mi aprendizaje de la lengua de Sespir, lo hice con la revista Time , obsequio de un amigo que trabajaba en la Base americana, y la ayuda de un desvencijado Cuyás, adquirido de quinta mano. Me extrañó la gran cantidad de siglas que usaban los gringos, lo que me obstaculizaba sobre manera el avanzar en el conocimiento del idioma del salvador Bush (¿y de Ansar en la intimidad?). El diccionario me decía que, sorry, de siglas, nada. Desde entonces, mi aversión a las siglas ha sido, y es, una de mis muchas manías.

Y es que por entonces, a esta mi querida España, esta España mía, esta España nuestra, aún no había llegado el contagio y, con la excepción de RENFE, URSS y pocas más, citábamos las cosas con sus nombres completos, como Dios manda. Y así, decíamos carné de identidad y platillo volante, no DNI ni OVNI.

Y todo cambió. La influencia norteamericana nos trajo la moda de llenar de mayúsculas los escritos. Y así INAEM, DGA (¿DGA? No, de Tauste, contestó el otro), IPC, AVE, PP, SALUD, OTAN, UE, junto con varios miles más, nos atacan por doquier.

Estos días, los medios de comunicación nos vienen machacando con el 11-M, ya que el esfuerzo de escribir o decir once de marzo puede causar dolorosas hernias inguinales. Y llenan de elogios al SAMUR, un servicio municipal madrileño que parece que toda la península haya de conocer.

Este uso y abuso de las siglas no es sino pura vagancia, cutre ahorro empobrecedor del idioma, ya que si este ha de servir para entenderse, deberíamos olvidarnos de esos atajos que pueden dar lugar a equívocos de todo tipo.

Pues si BBVA alude a una entidad bancaria, también podría interpretarse como Beba Buen Vino Aragonés, por ejemplo, y no digamos RZSAD, que tanto puede significar Real Zaragoza Sociedad Anónima Deportiva como Rodríguez Zapatero Sonríe Aun Durmiendo.

¡Ah, las traicioneras siglas!