Suelto de El Diluvio, miércoles, 8 de agosto de 1917:

"Un balandro cargado con 200 bidones de diésel fue interceptado el pasado domingo, ya de madrugada, por una patrullera de la Armada Española a 15 millas de la playa de Canet. Los tripulantes del falucho pretendían suministrar el combustible a un submarino alemán, uno de los muchos que surcan subrepticios las aguas neutrales de nuestro Mediterráneo. Y aunque esta vez la operación pudo ser abortada, la guerra submarina total declarada por el káiser está causando terribles pérdidas económicas a los aliados y entorpece el avituallamiento de sus tropas".

A la mañana siguiente del crimen, cuando el cadáver de Odette Levallois yacía en la morgue del Clínico, el burdel de Madame Petit trataba de reanudar la rutina ajeno todavía a la tragedia, si bien Fermi, una de las pupilas del establecimiento, empezaba a recelar de que la señoritinga francesa tardara tanto en recogerse. Flotaba en el aire un zumbido extraño, como de abejas inquietas, pero aun así los hábitos siguieron su inercia, y el mandadero Quimet apareció más o menos a la hora que acostumbraba para llevarse la ropa de cama usada.

El muchacho enfiló hacia el lavadero público de la calle Santa Elena empujando una carretilla hasta arriba de sábanas y toallas sucias. Iba silbando, agradecido por la tregua que daría el calor hasta el mediodía, cuando, nada más doblar la esquina de Riereta, atisbó el corrillo de mujeres; le extrañó que las lavanderas estuviesen de brazos cruzados a esa hora y departiendo con dos individuos trajeados. En cuanto se acercó, ambos tipos se identificaron como policías de paisano.

--¿Qué traes ahí, mozalbete?

--¿Yo? --El espinazo de Quimet se enderezó por instinto. --La colada de Can Petit, como cada día.

--Descarga la carreta, vamos. Y deprisita --ordenó el más alto de los guripas.

El recadero obedeció sin poder disimular el temblor de manos. Nadie parecía respirar; nadie movió un solo dedo, aun cuando las mujeres solían ayudarlo con la tarea. Y fue en ese justo momento cuando apareció, entre el revoltijo de trapos, un paquete envuelto en papel de periódico.

--Ábrelo, sinvergüenza.

Afloraron una sábana y un vestido de mujer manchados de rojo, completamente empapados de sangre. Se oyeron murmullos y un grito; alguna de las lavanderas se llevó las manos a la boca.

--¿Adónde ibas con eso? --inquirió el mismo secreta con un tonillo de sorna--. A lo mejor te suena el nombre de Odette Levallois.

--¿Odette? ¿Qué le han hecho a la Odette? --exclamó Quimet aterrado.

--Acompáñanos, que en el calabozo vas a cantar La Traviata.

Más tarde, el mismo día, cuando ya la noche abrazaba las calles con sus promesas húmedas, el comisario Higinio Satorra conversaba con el barón Von Rolland sentado a una de las mesas del Excelsior, en el número 34 de la Rambla. Más que conversar, el policía aguardaba a que el barón se dignara atenderlo. Satorra no habría sabido decir qué le molestaba más, si el transformista que actuaba en el escenario, si la canalla ociosa que cacareaba en el cabaret --bon vivants, tahúres profesionales, putas disfrazadas de duquesas y al revés--, o bien la displicencia con que lo trataba Von Rolland. Bien parecido, sí lo era; bajito, como él, pero fornido y con ese aliño especial que llaman don de gentes. Las propinas ayudaban, claro.

Sorbía el segundo coñac de la noche, cuando el barón le puso la mano sobre el brazo; la mano del solitario de oro.

--Buen trabajo, Satorra, buen trabajo.

--Mis hombres han cumplido --musitó el comisario--. Sacaron el fiambre por la puerta de atrás, a través de las cocinas, y colocaron el paquete en su sitio, según lo convenido. Solo que...

--¿Qué?