Hay novelas cuya lectura supone una larga sucesión de imágenes que desfilan por nuestra mente despertando sensaciones tan intensas como aquella magdalena que Proust se encargó de inmortalizar. No es preciso identificarse con los personajes a los que Sara Mesa ha dado vida en su estupenda Cara de Pan, que acaba de publicar la editorial Anagrama en su colección de Narrativas Hispánicas, para observarles con detenimiento y entender esa peculiar relación nacida del desamparo y de la incapacidad de continuar entendiendo el mundo tal y como las convenciones imponen.

La soledad necesita de aliados, de miradas en las que reconocerse y saberse fuera de sitio, pues quizás en eso puede llegar a consistir el mejor refugio. No es extraño que alguna vez resulte inevitable salirse de la dirección que nos marcaron en su día los adultos y decidir confiar en la bondad de los desconocidos. Y escucharles. Y sorprenderles. Y aprender de sus vivencias. Y sentir cómo la música o los pájaros les emocionan, como aquí le ocurre a uno de sus dos protagonistas, circunstancia que me lleva a admitir que mientras mi mirada se paseaba por estas páginas, mi memoria evocaba al genial actor Burt Lancaster cuando, privado de libertad, renacía en la cárcel de Alcatraz gracias a su conversión en un apasionado ornitólogo que desprendía ternura y sabiduría.

DESDE LA SERENIDAD

Cara de Pan es una novela que está escrita con serenidad, reflexión y belleza. Es lo que desprende quien logra que cada palabra exprese exactamente lo que tiene que expresar, con los tiempos muy medidos y un desarrollo que, si es previsible o no ni lo sé ni me lo planteo, me invita a seguir mirando a menor distancia y mayor respeto. Dotar de personalidad a quienes no se parecen a nadie, y que a la vez pueden parecerse a muchos, es uno de esos pocos milagros en los que cabe creer.

Que nos acompañen a los lectores como si nos necesitaran, aferrados a su indefensión y por supuesto sabiéndose incomprendidos, dando un grito de alarma o buscando atención es justamente lo que nos insta a protegerles. Sara Mesa escribe y yo me callo. Respiro hondo, tomo asiento y me preparo para acompañarla en el intenso viaje que en absoluto requiere de grandes paisajes. Es lo único que se puede hacer cuando la narración es tan limpia y tan cuidada. Nada falta ni sobra, nada chirría, nada se excede y nada resulta escaso.

Esta historia nace con un inicial encuentro casual, al que ambos le van dando continuidad, entre un hombre de edad intermedia y una adolescente. A él ella se dirige con el apelativo de Viejo mientras que, por el contrario, este hace lo propio eligiendo Casi como nombre de guerra para referirse a la joven. No solo reniegan de lo que el mundo espera de ellos en su rutina diaria sino también del condicionamiento que suponen un nombre y un apellido impuestos y que se convierten para cualquiera, lo quiera o no, en su principal seña de identidad. Viejo y Casi se ven a diario en un parque. Ni ella acude al colegio ni él trabaja. Podría no sonar bien si se plantea como el principio de una gran amistad, pero lo que realmente juega a desestabilizar este punto de partida es la imaginación, a veces disparada, a veces disparatada, de la que no escapan ni ellos ni, claro, tampoco nosotros.

GRANDES PERSONAJES

No he podido evitar pensar en algunos de los trabajos de Emmanuel Carrère, Tennessee Williams o Vladimir Nabokov o incluso en el cineasta Louis Malle cuando afirmaba en la frase lapidaria de promoción de una película que las personas heridas son peligrosas. Lo sean o no, ahí es donde reside su esencia. Casi y Viejo me gustan. Me los creo. Me transmiten. Me emocionan. Me silencian. Me miran. Me evitan. Me conocen.

Es lo que tiene hacer literatura.