Doce autores, doce drogas. Ellos, los escritores son algunos de los más interesantes de la actual literatura española y latinoamericana, gente muy conocida. Ellas, las sustancias, también son próximas. Que levante la mano quien no se haya dejado llevar por el dulce placer de decidir combatir una larga noche de insomnio con una pastilla, o haga no ya oídos sordos, sino ojos ciegos a las advertencias de que el tabaco o el alcohol matan, no hay que decir nada más. Luego, claro está, viene el porrito, la marihuana y de ahí para arriba. Drogadictos, el libro, sube esa escalera. Ha sido editado y muy bien editado por Demipage, comandado por David Villanueva, quien hacía años sopesaba la idea de este libro (una historia que merece contarse y que dejaremos para el final).

Así que el resultado es ese. Doce drogas, doce autores, un libro de relatos, crónicas y ficción, que se aproxima a los estupefacientes desde múltiples posiciones. Pero la perspectiva general y singular, sin duda, la ofrecen las ilustraciones de Jean-François Martin, que ya había colaborado con el sello en Cien mil millones de poemas, un homenaje a Raymond Queneau, y en otro libro dedicado a Boris Vian. Como contrapunto a la oscuridad del tema, Martin utiliza dibujos infantilizados de una serie de animales -gatitos, cigüeñas, burros o perros- con evidentes signos de haber estado en contacto con sustancias nada santas. El resultado es demoledor. Un caramelo envenenado. «El contraste entre las ilustraciones y la dureza de los textos es una de las cosas que más me ha interesado -asegura Villanueva-. Cuando tuvimos esa idea el libro empezó a cobrar su forma definitiva».

EL EDITOR ES EL ‘DEALER’ / Como camellos improvisados, los editores pusieron las propuestas de las drogas encima de la mesa y los autores -Lara Moreno, Carlos Velázquez, Sara Mesa, Juan Gracia Armendáriz, Juan Bonilla, Andrés Felipe Solano, Francisco Javier Irazoki, Manuel Astur y Richard Parra y José Ovejero- eligieron. Otros aportaron sus sustancias favoritas, como el peruano-mexicano Mario Bellatín, uno de esos hijos de la talidomida que le valió nacer sin un brazo y muchos años después un certificado de mutante expedido en Alemania. Bellatín tiene ese título colgado en su despacho. O Marta Sanz, el Lorazepam: «Cuando escucho ‘Orfidal’ veo a Orfeo que rescata a Eurídice». O José Ovejero que se empeñó en escribir sobre la adicción al sexo. Algo que los editores no querían considerar, pero acabó convenciéndoles con la primicia de que en el relato desvelaría su propio «cuelgue» y que esta sería la primera vez que contara su adicción.

Hay testimonios, claro está: Juan Bonilla confiesa que tomó éxtasis cuando trabajaba en la revista Ajoblanco. Y ficciones inquietantes como la de Lara Moreno sobre una niña en contacto con el opio que consume una familia disfuncional -«es posiblemente el cuento que me ha producido una mayor reflexión intelectual», admite Villanueva-, pero también el «pantano pegajoso» en el que el peruano Richard Parra sumerge al lector para explicarle los efectos del base, una pasta de cocaína de bajo costo similar al crack .

LEJOS DE LA APOLOGÍA / «Lo que no queríamos es caer en los mitos de la literatura romántica, la rebeldía de los beatniks, la exaltación que proporciona el rock o los sueños psicodélicos de Pink Floyd. Lo que deseábamos era proponer un acercamiento distinto, que fueran historias más creíbles y cercanas», explica el editor, que, subraya, no ha querido hacer la menor apología de las drogas. «Tampoco hemos querido menospreciarlas. Nuestra opción es decir: vivimos en un mundo donde se consumen y unos escritores te están proponiendo historias para que tú puedas tomar tu propia decisión».

Y ahora la historia que desembocó en este libro. El editor quedó fascinado por Les drogués, un volumen de los años 30 que encontró en una librería de lance en Buenos Aires de una tal Marise Querlin. Experta en temas fuertes y escabrosos para épater a los buenos burgueses del momento, Querlin, lo mismo te escribía sobre madres adolescentes como de historias lésbicas, siempre cargada de una enorme moralina. «Aquellos textos eran totalmente infames, pero las historias que contaban, situadas en las Antillas, estaban muy bien. Durante mucho tiempo pensé en recogerlas quitándoles la doctrina, pero finalmente desistí y aquella idea con el tiempo acabó mutando en este libro».