Todo empezó en 1969, cuando Enrique Carbó (Zaragoza, 1950) pasó una larga temporada en la montaña por motivos de salud. Descubrió los Pirineos y quiso fotografiarlos. Transcurrido un tiempo supo que para fotografiar el paisaje era preciso crearlo. Desde entonces, los Pirineos son su taller de trabajo. Así lo contó Carbó en el catálogo de su exposición Todo Pirineos que presentó en la Diputación de Huesca, en 2015. Para saber más de su trayectoria vital y profesional, estrechamente unidas, hemos de atender a lo que escribe la fotógrafa Virginia Espa en la publicación mencionada. Su pasión por el cine, tan influyente en su fotografía, le animó a montar una productora independiente cuando regresó a Zaragoza en 1976, tras licenciarse en la Facultad de Ciencias de la Información de Barcelona; el proyecto no prosperó, pero sí logró que se creara el Patronato Municipal Filmoteca de Zaragoza en 1981, tras las gestiones llevadas a cabo con Leandro Martínez, Manuel Rotellar, Alberto y Julio Sánchez Millán, y Juanjo Vázquez.

Su impulso por conocer explica la fértil confluencia de la práctica y de la teoría en su proyecto fotográfico. Como señala Espa, Carbó adoptó al inicio de los ochenta el método de enseñanza-aprendizaje «sistema de zonas» que los fotógrafos de paisaje Ansel Adams y su ayudante Minor White habían desarrollado 40 años antes. Por sus conocimientos teóricos y técnicos, Carbó fue invitado en 1984 a impartir clases en la Facultad de Bellas Artes de la Autónoma de Barcelona. Y, como había sido desde un principio, Enrique Carbó supo compatibilizar la docencia con la práctica de la fotografía.

Inventar el paisaje

La práctica y la teoría han de estar necesariamente siempre vinculadas y más en la fotografía de paisaje. Para que haya paisaje «no sólo hace falta que haya mirada, sino que haya percepción consciente, juicio y, finalmente, descripción. El paisaje es el espacio que un hombre describe a otros hombres», opina Marc Augé; porque, como reflexiona Javier Maderuelo, «el paisaje no es un mero lugar físico, sino el conjunto de una serie de ideas, sensaciones y sentimientos que elaboramos a partir del lugar y sus elementos constituyentes. La palabra paisaje, con una letra más que paraje, reclama también algo más: reclama una interpretación, la búsqueda de un carácter y la presencia de una emotividad». En definitiva, y de acuerdo con Joan Nogué, cualquier elemento del paisaje tiene una realidad, una espacialidad y una temporalidad objetivas, propias e independientes de la mirada del espectador, y sólo cuando son percibidos por una persona y codificados a través de sus filtros culturales, aquellos elementos se impregnan de significados y valores, hasta convertirse incluso en símbolos. Cuando Enrique Carbó se sitúa en el territorio, inventa el paisaje.

De entre las notas que el «randonneur» Carbó destaca de su fotografía podríamos establecer un decálogo: 1) Deambular, vagabundear, pasear desinteresadamente por el territorio. 2) Buscar el elemento singular no señalizado. 3) Conjugar la imposible neutralidad de la fotografía con la pretendida neutralidad física del dispositivo fotográfico. 4) La elección de las cámaras es fundamental, pues el dispositivo participa en la fabricación de las imágenes y la estética, como insistía Ángel Fuentes, siempre va de la mano de la técnica. 5) Las tres grandes decisiones de la fotografía son: el punto de vista desde el cual reproducir visualmente lo que se desea fotografiar; el encuadre o campo de la imagen; y lo que aparece en el visor. 6) La reproducción fotográfica es una abstracción que favorece la estimación de la imagen fotográfica con independencia de la naturaleza de su referente. 7) Imaginar la fotografía bajo el trapo negro. 8) La fotografía no responde con la verdad sino con la verosimilitud, con la apariencia de verdad. 9) La fotografía de paisaje cuenta una historia que se desarrolla en un tempo lento. Y 10) Saber manejar el azar. Estos diez puntos tiene un propósito: que la fotografía de paisaje cumpla una de sus funciones principales, entender el territorio y favorecer la comprensión del paisaje.

Memoria grabada en la tierra

Caminar es una apertura al mundo, defiende David Le Breton, para quien el camino es una memoria grabada en la tierra, el trazo en las nervaduras del suelo de los incontables caminantes que por allí han pasado a lo largo del tiempo, en una especie de solidaridad intergeneracional inscrita en el paisaje. Enrique Carbó es uno de los que caminan. Un hombre de lo oblicuo, que diría de él Le Breton, invisible y silencioso, un hombre del intersticio y del intervalo, de lo que está entre las cosas, que crea camino a la medida de su cuerpo, de su aliento. Un caminante de mirada lenta y entrenada que le permite percibir y distinguir, porque Carbó sabe mirar y lo hace directamente desplazándose a la montaña. Una vez dispuesta la cámara, el objetivo, medida la luz y calculada la exposición, se sumerge, como ha escrito, bajo el trapo negro para examinar la imagen que se proyecta sobre la pantalla de cristal esmerilado; esa imagen ya no es territorio: es paisaje. Una imagen fascinante. Bajo el trapo negro el mundo está fuera, fuera de campo.

Nietzsche anotó que los bosques y las montañas no son sólo conceptos, sino nuestra experiencia e historia. Carbó deambula por la montaña con la cámara, mapas y brújula. Como dice, hay que conocer los sistemas más elementales de representación y saber utilizarlos, y entender lo humano del terreno, desde las razones de la toponimia hasta los usos y costumbres de sus habitantes.

Bien, pues todo lo escrito hasta ahora, es sólo una aproximación a la singularidad de su trabajo. Excepcional. De entre sus fotografías hemos elegido para acompañar este artículo el tríptico Labrenère: camino del Col de Pau (2007) de la serie Inmemoriales. En el deseo de acentuar la fluctuación entre ficción y realidad, Carbó decidió hacer un trávelin en vez de una panorámica; no en vano se trataba de adherir a la imagen la dimensión simbólica de las piedras: concentración de poder y de vida. El primer «objeto situado» del paisaje humano que nació del universo del errabundeo y nomadismo fue el menhir, escribe Francesco Careri. El geógrafo Eduardo Martínez de Pisón tiende a ver la montaña como una piedra habitada: piedra a piedra, a lo largo de los siglos, el hombre ha ido levantando sus casas, los lindes, los caminos y puentes, escalonando sus campos, con las mismas piedras de la montaña. Signos de vida que Enrique Carbó fotografía.