Solo cuando el ser humano se despoja de todo y logra deconstruirse, encuentra la belleza que le proporciona el hecho de vivir. La tuerta no solo gira en torno a la idea del perdón, la rabia y el amor sino que invita al espectador a reflexionar desde la belleza poética sobre las fortalezas y las debilidades que cada uno arrastra. Y lo hace partiendo de un accidente por amor que sufre una menina enamorada consecuencia del cual se queda tuerta. Desahuciada y llena de rencor lanza una maldición: poseerá las almas de las doncellas que corran su misma suerte. Su venganza será eterna por los siglos de los siglos... ¿o no?

Desde ese momento, que no revelaremos para evitar cualquier suspicacia, La tuerta (producida por Nueve de Nueve Teatro y que está en el Mercado hasta el domingo) navega en el esperpento cómico ya anunciado en la presentación de la obra al que logra ponerle ritmo, y de qué manera, la actriz María Jáimez amparada por una propuesta escénica descarnada pero esclarecedora.

El trabajo con la iluminación en una puesta de escena absolutamente limpia (solo un lienzo en blanco) de Juan Gómez-Cornejo es soberbio ya que no solo le confiere a la representación un tono poético sino que consigue que la presencia de María Jáimez convertida en un sinfín de personajes adquiera una presencia imponente. Y qué decir precisamente de la gran protagonista de esta producción, María Jáimez, que firma un trabajo de intensidad sublime, sin apenas descanso, con el reto (conseguido y, además, sobradamente) de, como decíamos, llenar el escenario siempre desde lo más estrictos márgenes de la belleza poética. Decía Jorge Usón (que debuta como director y autor teatral con esta obra) que Goya y Velázquez habían sido fuente de inspiración en una obra que sobrevuela siempre en torno a una posible tragedia y la realidad es que Jáimez no solo maneja con precisión ese esperpento que se genera a golpe de palabras, sombras y movimientos sino que le busca las rendijas para facilitarle al espectador un halo de luz, de esperanza y, sobre todo, de reflexión.

La tuerta es un ejercicio de exaltación máxima hacia fuera pero al mismo tiempo una invitación a la introspección, es una obra que conviene reposarla más allá de la embriaguez del momento irrepetible que se vive con esa comunión entre el escenario y el público. Es pasado el rato cuando uno se encuentra con su soledad mental cuando empieza a volar al hilo de la propuesta de La tuerta. Y es quizá en ese momento cuando uno lo tiene claro, ¿quién dijo que todo está perdido? Aún nos queda el otro ojo.