«En el preciso instante en que todo esto suceda», dijo Omar, «nos convertiremos en algo así como unas motas de polvo que se disolverán en la gran inmensidad del universo». Reflexiones que este tipo pergeñaba en los últimos meses que hemos estado juntos. Quiero decir que tengo todos los argumentos a favor para defender la decisión de dejar de irme a la cama con Omar (aunque hemos vuelto, a veces, unas cuantas: su magnetismo es indescifrable y perenne) y de compartir piso con él, porque comenzó a ser insufrible convivir con un tipo que no solo decía cosas como esas, sino que se las creía, y que, además, potenciaba los efectos. Es decir, incluso iba a cursillos y a conferencias: desde el budismo al camino espiritual de perfección; desde la mecánica de los astros a la cuántica de los otros. Y llegaba a casa y te soltaba cosas como esta: «Todo el presente es afirmado con énfasis tal como es». Muy bien, adelante, no desmayes, tú avanza en este sentido que yo iré justo en sentido contrario. «Es una máxima budista», dijo Omar. «No creas que es poco; te veo algo displicente y sarcástica». No sé cómo lo veía, Omar, pero lo cierto es que sí, que me parecía una tontería cósmica, a la altura de las historias de motas de polvo y de planetas donde ha orbitado todo este tiempo.

Siempre hay un instante crítico, un camino sin retorno, el preciso momento en que todo naufraga. Sabes que ya no hay marcha atrás, que todo se irá por el sumidero, sin remedio, que el barco se inclinará sin poder volver al equilibrio. Este día llegó de repente, sin avisar.

EL ENIGMA DEL INFINITO

Estábamos en casa, tumbados en el sofá, y en la tele daban una película antigua, El increíble hombre menguante. Una simpleza de un tipo que recibe una radiación nuclear y descubre que va empequeñeciendo. No es que lo descubra, sino que cada vez es más pequeño, ya me dirás qué ocurrencia. Y termina viviendo en una casa de muñecas hasta que, un día, su mujer, que hace lo que puede, se deja la puerta abierta -no de la casa de muñecas, sino de la casa de verdad, donde viven los que no son menguantes- y entra un gato. Un monstruo para el pobre Scott, que es el nombre del tipo y que acaba en el sótano, y para quien una minúscula fuga de agua es el Pacífico. Se vuelve tan y tan pequeño que un insecto se convierte en un acorazado. Y cada día más pequeño. Y resulta que ese Scott tiene miedo de disolverse en la nada. Al final de la película, en plena noche, mirando a las estrellas, resulta que tiene un carajo de iluminación. Es tan pequeño que se cuela a través de una ventanilla con rejas que da al exterior y empieza a divagar sobre la dimensión humana y sobre la puñetera grandeza de la creación.

A estas alturas, Omar levitaba. Se veía como si fuera el Scott de marras, esto lo supe más tarde, cuando hicimos un foro de la película. «¿Lo has visto? Somos este hombre, todos nosotros, y lo que es increíblemente pequeño y lo que es increíblemente grande se encuentran, en un determinado momento, para cerrar un círculo gigantesco. He encontrado la respuesta al enigma del infinito. No hay principio ni final, continuaremos existiendo, seremos una nada con significado». Buf. Buf. Reconozco que aquí tenía que haber notado que algo no acababa de funcionar. Todo lo que hasta entonces eran charlas y conferencias y frases solemnes dichas sin pensar, todo eso se convertía en una especie de epifanía mística, que no es que lo diga yo, sino que lo dijo él mismo: «Tú, he tenido una especie de epifanía mística».

Me tenía que haber plantado, pero la sesión íntima que vino después, Omar quizá todavía obnubilado por el descubrimiento, esa sí que fue cósmica. Me perdí en el infinito de su cuerpo, que son cosas que pasan cuando el misticismo se combina con la gimnasia. No me di cuenta, en la euforia de la cama, que esa noche era el anuncio del final. Como ocurre con los cohetes, que tienen que soltar toda la energía hacia abajo para poder despegar, con la misma contundencia, hacia arriba, pues eso pasó. Que él iba en cohete hacia el infinito y yo me quedaba en el suelo con toda la combustión de carne y calor que tienen las cosas de la tierra. Una energía, debo reconocerlo, ya lo he dicho, que se ha vuelto a encontrar, de vez en cuando, con su pequeñez celestial. En estos momentos, sin entrar en el fondo de la cuestión, nos hemos dedicado a ser terrenales, e incluso yo me disuelvo en la gran inmensidad del universo. «Es una joya de lo pequeño en lo ilimitado», dice Omar, y yo pienso que no sabe la razón que tiene. Y le digo que calle y pienso que no hay que preocuparse por las cosas que no pueden ser.

Mañana, el último capítulo:El de la losa.