Asegura Rosario Raro (Segorbe, Castellón, 1971) que no podría escribir si sus novelas no encerrasen un transfondo social y que los episodios de la historia que le interesan «no tienen que ser capítulos cerrados, sino que sus consecuencias se proyecten hasta el presente». Abordó de esta forma la huida de judíos del horror nazi a través de la estación de Canfranc en Volver a Canfranc o la terrible intrahistoria de las víctimas de la talidomida en La huella de una carta. Ahora, da un salto atrás en el tiempo para situar Desaparecida en Siboney en la época de la restauración borbónica y novelar el tráfico de esclavos que alimentó a algunas de las grandes fortunas en la península, con el objetivo de denunciar una lacra que no ha acabado hoy en día: «Es evidente que la esclavitud se acabó sobre el papel, pero hoy hay mafias de todo tipo y todos sabemos cómo se hacen ciertos productos; de hecho, según el informe Global Slavery Index 2018, en el mundo hay 40,3 millones de esclavos», señala.

Desaparecida en Siboney cuenta la historia de Mauricio Sargal, un millonario antillano retornado a España que se ve obligado a volver a Cuba cuando le comunican que su hermana, Dulce, ha desaparecido de su estancia de Siboney. Para saber de ella tendrá que enfrentarse a su cuñado, un hombre que ha reunido una gran fortuna gracias a sus escasos escrúpulos. En el camino, encontrará también el amor en la enigmática Deva.

«La idea de la novela surge cuando un anticuario me enseñó una especie de informe policial y me dijo que allí había una historia, a lo que le tuve que dar la razón», cuenta Rosario Raro, que una vez más toma prestada una historia real para dar forma a su novela y a sus objetivos. Y es que la desaparición de una mujer de la llamada sacarocracia, es decir, la aristocracia del azúcar, fue tan real como muchos otros de los personajes del libro «solo que les he cambiado los nombres, pero son trasuntos reales que el lector puede deducir, aunque los descendientes han borrado los documentos que certificaban que algunas de las grandes fortunas textiles que cambiaron la Barcelona industrial procedían del tráfico de esclavos».

Otro personaje tomado de la realidad es el de Mauricio Sargal, hombre convencido de la necesidad de la abolición de la esclavitud. Sargal está inspirado en la figura de Máximo Díaz de Quijano, el indiano que encargó a Gaudí construir El capricho en la localidad cántabra de Comillas (si bien en la novela construye una casona similar, pero en El Masnou). «Este se puede decir porque es el bueno en la historia; además no se llevaba bien con su cuñado, un parentesco que no ha sido muy explotado literariamente», apunta.

Y así, entre Cataluña y Cuba, pero también con episodios en Santander y Cádiz, se escribe Desaparecida en Siboney para plasmar una época en la que en la península la nobleza y la burguesía asientan su riqueza sobre las espaldas de los obreros, que trabajan en circunstancias infames. «Eran condiciones semiesclavistas; los obreros vivían en las colonias textiles del Ter y el Llobregat y los dueños de las fábricas lo eran también de tiempo de ocio de los trabajadores a los que les decían incluso la representación teatral a la que debían ir, por lo que cobraban los sábados por la mañana y el dinero había revertido a los patrones por la tarde», cuenta Rosario Raro.

Peor iba en las colonias, en Cuba, «donde se produjo un auténtico genocidio». Son los tiempos del donimado comercio triangular. La esclavitud, en teoría, había sido abolida, pero se aprovechaba el transporte de mercancías para cargar esclavos en África, que era la mano de obra barata con la que amasar riqueza. «Cuando una actividad está prohibida es más lucrativa. En España estaba abolida la esclavitud, pero en Cuba no lo fue hasta 1880. Ese tráfico ilícito de personas fue muy lucrativo para muchos», cuenta la escritora, quien recuerda que cuando esos barcos eran interceptados, se arrojaba a los esclavos por la borda, para así evitar la multa.

Así, con la mirada puesta en un pasado que hoy nos parece cruel, Rosario Raro denuncia una realidad con la que el mundo sigue conviviendo: «Sigue habiendo esclavos y mi deber como narradora es dar voz a quien no la tiene y rescatar sucesos que por determinados intereses se han ocultado», concluye.