¿Es Maniac una obra mayúscula coral, por el nombre de su director, Cary Fukunaga, padre nada menos que de True Detective, de imborrable recuerdo, y por su constelación de estrellas, Emma Stone, Jonah Hill, Justin Theroux, Sally Field, Gabriel Byrne, Sonoya Mizuno…, o por el contrario es un barco sin timón, un disparate, una tomadura de pelo? Una pregunta así merece una respuesta de inmediato. Maniac es el equivalente televisivo de La Fuente de Duchamp, ya saben, el urinario que hace 101 años abrió una brecha inexplorada en el mundo del arte. Hay quien sostiene aún que un urinario es solo un urinario. Hay quien sostiene que fue una genialidad por parte de Marcel Duchamp presentarse con aquella pieza en una muestra de arte de Nueva York. Así es Maniac, la serie de Netflix en boca de todos, como un Black Mirror, incapaz de provocar indiferencia.

Primero, el tema, de qué va. Ábrase aquí un largo silencio. Prolónguese un poco más. No es fácil ofrecer una respuesta. Sí, tiene argumento, dos protagonistas mentalmente inestables y una compañía farmacéutica que les emplea como conejillos de indias para hallar una cura a la infelicidad. Pero eso sería como decir que Drácula va de transfusiones de sangre. No es el tema. Es una historia distópica, sí, un futuro muy presente con gotas de vintage informático, pero eso, el retrofuturismo, tampoco es el tema. No hay acuerdo en la comunidad seriófila sobre el propósito de Maniac. ¿Es una historia de amor al borde del precicipio de la insania? Podría ser, pero la definición también se queda corta.

Que nadie se ponga en guardia. Esta crónica ni contiene trazas de frutos secos, ni gluten, ni 'spoilers'. Solo motivos para darle una merecida oportunidad a Maniac. Ahí va una. De peso. La orgía actoral que ha coreografiado Fukunaga. Un gustazo. Merece la pena ser puesta bajo el microscopio.

Tal vez algún lector tenga fresca en la memoria una película desopilante de los hermanos Coen, Quemar después de leer. No hay similitudes narrativas entre ella y Maniac. Esa no es la cuestión. Lo interesante de la referencia es lo que los Coen propusieron a George Clooney y Brad Pitt, dos de las estrellas del filme. Que salieran del marco en que estaban clasificados, dos tipos muy guapos, echaos pa’lante, y se asomaran esta vez a la pantalla como un par de auténticos idiotas, la antítesis del hombre apetecible sexualmente. La idea funcionó.

TRES DIAMANTES

En Maniac, tres de los actores principales brillan por esa ruptura. Justin Theroux, por ejemplo, consagrado en la pequeña pantalla en una serie de culto, Leftovers, allí sucio y testosterónico, aquí, en Maniac, en el radit de ese registro, ridículo e inseguro. La serie merecería la pena ya solo por su aparición en escena, lo más audaz sobre las fronteras del sexo cibernético desde que Woody Allen acariciaba el orgasmatrón en 1973.

Luego está Jonah Hill, actor que por momentos eclipsaba al mismísimo Leonardo DiCaprio en El lobo de Wall Street. De él se cuenta que aceptó actuar por el salario mínimo previsto en el convenio de Hollywood para trabajar a las órdenes de Martin Scorsese. Aquella decisión fue la mejor inversión de su vida. En una película excesiva como aquella, Hill brillaba como una supernova, desbocado. Maniac le exige lo contrario. Una contención exasperante. Un reto. Lo supera con creces. A los audaces, a quienes no se rindan porque crean que Maniac es solo un urinario y nada más, que acepten aquí y ahora un consejo: disfruten cada minuto del capítulo número nueve de los 10 que conforman la serie. Hill se supera.

Semanas atrás, en una entrevista, el propio actor explicó cómo aceptó el papel en Maniac. Lo logró Emma Stone, a la que conocía de sus primeros pasos en la profesión, en Supersalidos. Contó que llegó ella con el guion bajo el brazo y un entusiasmo contagioso. Leyó el guion y no entendió muy bien de qué iba aquello, lo cual es del todo natural, pero aceptó por Stone. Cualquiera le decía que no.

Ella es el tercer motivo de peso para sumergirse en Maniac aunque solo sea por la lección de interpretación que atesora. Es lista. Podría haberse acomodado entre los algodones de su personaje de La la land, ya saben, esa versión revisitada de ¡Qué bello es vivir!, ser el nuevo James Stewart, pero Stone reaparece ahora en las antípodas de aquel registro inmaculado y hermoso del musical.

Sin spoilear es difícil avanzar mucho más trecho. Solo un par de apuntes finales.

Uno. Merece la pena reparar en Sonoya Mizuno. Tenía un papel secundario en otra película distópica, Ex Machina. Podía pasar allí desapercibida si no fuera por la escena del baile, que tiene su réplica, con otros danzarines, en Maniac. No digamos más.

LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL NECESITA AMOR

Dos. La inteligencia artificial. Es este un barro mil veces moldeado en la ciencia ficción, tantas veces que parecía imposible darle una vuelta más a la tuerca. El asesino HAL, que pide clemencia en 2001 cuando es sentenciado a muerte, es el modelo de referencia. Matrix también tiene su fama. En las fronteras morales del género fantástico merecería también una mención especial el computador central de Engendro mecánico, obcecado en la procreación con una humana. Maniac tiene también su IA. Menos sórdida. Quiéranla. Lo necesita.