Fráncfort, 19 de agosto de 1965: tras 20 meses de proceso, se leyó el veredicto del juicio de Auschwitz. En el campo trabajaron 8.000 SS, 6.500 sobrevivieron a la guerra. En el banquillo solo se sentaron 22 acusados, que jamás admitieron sus crímenes pese a estar acusados de asesinato y de participar en el exterminio. Eran 21 antiguos oficiales de las SS y un capo, que tras la guerra y la desnazificación eran respetables carpinteros, médicos, carniceros, conserjes y padres de familia. En la sala resonaron las palabras del magistrado Hans Hoffmann, que entre lágrimas dijo que tras la puerta de aquel campo donde asesinaron a un millón de personas «empezó un infierno que una persona normal no es capaz de concebir y para el que no hay palabras».

Pero aquella Alemania de los años 60, la del milagro económico, «no quería mirar al pasado» porque casi todas las familias tenían cosas que ocultar del nazismo. «Los hombres no hablaban de ello. Existía un sentimiento de culpa y de vergüenza en la sociedad» por haber permitido o participado en el Holocausto, explica Annette Hess (Hannóver, 1967), conocida guionista televisiva alemana, poco después de haber hojeado algunos de los expedientes del juicio que guarda el Archivo del estado de Hesse, en Wiesbaden.

LOS TESTIMONIOS

Los conocía bien pues ya había escuchado las 400 horas de grabaciones del proceso en internet, en las que se basó para escribir La casa alemana (Planeta), su debut en la novela que llega a las librerías mañana con los derechos vendidos a 20 países y un proyecto para el cine.

Hess mira con expresión grave cómo el doctor en Historia Johann Zilien saca de unas cajas de cartón actas originales del juicio (el público solo puede consultar la copia digitalizada). 10 metros de estantes de este archivo histórico atesoran los 456 tomos (más de 50.000 páginas) originales. En otra planta se conservan 103 grabaciones de testimonios. Las hojas amarillean, se ven ajadas. «El papel de los 60 no estaba pensado para conservarse, sus ingredientes químicos lo condenan a deshacerse con el tiempo», aclara el historiador, quien coincide con la autora en que «nadie quería sacar a la luz los cadáveres ni hablar de ellos porque casi toda la población había sido del partido nazi».

Hess escribió el libro, protagonizado por una joven traductora alemana de polaco en el juicio, reflejo de su propia madre, nacida en 1942, para «llenar las lagunas» que tenía sobre su abuelo. «De joven veía puntos oscuros en las biografías de todo el mundo pero estaba ciega ante la de mi familia. Mi abuelo fue policía en los 50 y lo contaba con orgullo. Pero también lo fue en la guerra en Polonia cuando Heinrich Himmler dirigía la policía y esta ayudó en las deportaciones. Estoy 100% segura de que mi abuelo sabía lo que ocurría, que participó y que en el peor de los casos pudo matar a gente, pero no pude preguntarle por ello. Nunca habló de la guerra».

Los grandes jefes nazis habían sido juzgados o habían muerto poco después de la guerra. «Cuando se retiraron los aliados, que habían llevado a cabo el proceso de desnazificación, y los alemanes tuvieron que tomar las riendas del país, en muchas ciudades, tras la guerra, el 90% de los jueces, fiscales, policías…, que habían sido del partido nazi, volvieron a sus profesiones», señala Zilien. «Fue un pacto de silencio -apunta la autora-. La sociedad no habría podido avanzar sin ellos porque no había nadie más. Muchos callaron como autoprotección para seguir viviendo».

De los 22 acusados en el juicio de Auschwitz, tres fueron absueltos por falta de pruebas y hubo seis cadenas perpetuas, el resto fue condenado a distintas penas de prisión. Las leves sentencias se deben a que no fueron juzgados por crímenes contra la humanidad sino según la ley alemana, por culpa individual.

«No creo que las víctimas pudiesen perdonarlos, sobre todo viendo la incapacidad de los acusados de reconocer su culpabilidad», considera Hess. «Asumirla sería admitir que fueron responsables de la muerte de miles de personas. En las SS tenían esa mentalidad de grupo que les protegía. Un pequeño porcentaje eran psicópatas, pero la mayoría era gente normal y corriente, como nosotros».

La novela no olvida otras culpas, como la que encarna un joven abogado judío, inspirado en una profesora de la hija de Hess. «Es la que sienten los supervivientes. Se sienten culpables de haberse salvado». Otros, como la madre de la autora, sienten la culpa heredada de la generación anterior que guardó silencio.