Los modales hacen al hombre», decía el personaje que interpretaba Colin Firth desplegando todas sus dotes de gentleman inglés en la primera parte de Kingsman antes de enfrentarse a un puñado de cockneys y dejarnos a todos atónitos con sus habilidades de lucha coreográfica.

¿Se puede pelear con más clase que James Bond? Eso es lo que consiguió, entre otras muchas cosas, Matthew Vaughn en una película que pretendía precisamente homenajear a las cintas de espías de la época dorada, pero a través de una óptica desinhibida, con un punto gamberro y con un espíritu millennial... aunque fuera con canciones de Take That.

En realidad, el director británico ya había testado la misma fórmula en la más macarra y salvaje Kick-Ass: Listos para machacar, en la que hacía algo parecido con el cine de superhéroes. Allí encontrábamos también esas set-pièces de acción perfectamente coreografiadas que desplegaban un enorme virtuosismo, todo un despliegue visual adictivo y una galería de personajes de cómic que terminaban convirtiéndose en entrañables.

SER ORIGINAL / Tras el paréntesis para X-Men, Vaughn, recogió el testigo de su anterior obra y volvió a adaptar un tebeo de Mark Millar (junto a Dave Gibbons), que le dio la oportunidad de sumergirse en el submundo de los agentes secretos, con todos sus gadgets y su parafernalia logística, para contar la relación entre un maestro (Colin Firth) y su aprendiz (Taron Egerton) que se enfrentan a un villano caricaturesco con el rostro de Samuel L. Jackson. Ahora que llega la segunda parte la pregunta es inevitable: ¿cómo continuar siendo original después de exprimir una serie de ideas de manera tan oportuna y sin dar la sensación de repetición constante?

Kingsman: El círculo de oro, tiene en la recámara los elementos suficientes como para convertirse en un guilty pleasure inmediato. Puede que las escenas de acción y las persecuciones no causen el mismo nivel de asombro, pero desde el momento en el que nos adentramos en los dominios de la nueva villana, Poppy, interpretada por Julianne Moore, convertida en reina del narcotráfico, sabemos que nos espera un festín de puro goce psicotrónico.

Poppy se define a sí misma como una nostálgica de los 50 y 60, es fan de American graffiti y se ha construido un resort vintage en medio de la selva colombiana donde incluso tiene su propia hamburguesería y su máquina para picar la carne de sus enemigos. Su única compañía son sus robots asesinos y los mercenarios del cartel, por eso ha secuestrado a Elton John para que le cante sus canciones disfrazado con las plumas de época glam.

Pero no es el único material de impacto que nos tiene reservado el nuevo Kingsman. La acción se traslada en esta ocasión a Estados Unidos, donde se encuentra la agencia homóloga de Kingsman, llamada Statemans, cuya tapadera en vez de una sastrería de lujo es una empresa licorera. Por eso sus agentes se llaman Tequila (Channing Tatum), Ginger (Hale Berry), Whiskey (Pedro Pascal) y Champagne (Jeff Bridges), que lucharán junto a nuestros más exquisitos héroes ingleses contra el imperio del terror instaurado por Poppy, dispuesta a matar a media humanidad si el presidente de los EEUU no legaliza las drogas.

Como contaba Pedro Pascal en su paso por Madrid para presentar Kingsman: El círculo de oro, es puro aliento pop. «Es una fantasía. Parece un parque de atracciones en sí mismo. Es como si volviéramos a ser niños y pudiéramos disfrutar de cosas extravagantes con las que nos lo pasamos bien sin pensar en nada hasta que nos damos cuenta de que en el fondo están cargadas de intención y de mala leche».

Se refiere sobre todo a una malévola alusión a la política conservadora de los EEUU a través de un presidente tirano y con un punto lunático que inevitablemente recuerda a Donald Trump. Y es que, si la manipulación era el principal tema de la primera parte, en la segunda se exploran las consecuencias del fanatismo ideológico en los círculos de poder que rigen nuestros destinos. Todo eso, al ritmo del Saturday night’s alright de Elton John y del festival de Glastonbury.