Ha sido uno de los directores de orquesta más enigmáticos y las circunstancias que ha rodeado su muerte no han hecho más que amplificar el misterio. Carlos Kleiber, una de las grandes batutas del siglo, murió el pasado 13 de julio en Eslovenia --país de origen de su madre--, a la edad de 74 años, pero su fallecimiento no se hizo público hasta ayer, dos días después de que sus restos mortales fueran inhumados en el cementerio de la ciudad eslovena de Konjsica, según afirmó una sobrina del músico.

En una profesión en la que la extravagancia y el culto a la personalidad son moneda corriente, él fue uno de los más raros y huidizos --jamás concedió una entrevista y sus apariciones como director fueron contadísimas--, pero eso no impidió que los músicos y los melómanos le tuviesen un gran respeto.

Carlos Kleiber nació en 1930 en Berlín, hijo de otro gigante de la dirección, el vienés Erich Kleiber, un artista tan perfeccionista y tiránico que fue capaz de hacer 34 ensayos de orquesta completa en el estreno absoluto de la ópera Wozzeck.

Kleiber creció en el exilio argentino al que le llevó su padre e inició su carrera musical en ese país. La leyenda dice que el padre del director de orquesta no aprobaba la dedicación a la música de su hijo --de hecho, le obligó a estudiar Química en Suiza--, y por ello las críticas que le dedicó en público fueron demoledoras. Murió en 1956, cuando Carlos empezaba a destacarse en las salas de concierto alemanas y la crítica le señalaba como el sucesor de su padre. Esa frecuente comparación siempre le irritó.

ARTISTA HIPERSENSIBLE

Kleiber era un perfeccionista, un artista hipersensible a las críticas que desde mediados de los años 60 no quiso vincularse por contrato a ninguna orquesta y sólo hasta bien entrada su madurez se decidió a debutar en el Metropolitan o en la Filarmónica de Berlín. Si esporádicas e imprevisibles fueron sus actuaciones --solía anularlas en el último momento, sin motivo aparente--, igualmente fueron erráticas pero muy apreciadas sus grabaciones discográficas, resultado de contratos astronómicos que él se encargó de negociar personalmente. Su restringido repertorio coincidió con el de su padre: las óperas Wozzeck, La Boh¨me, Otello, El caballero de la rosa, Electra, El murciélago, La Traviata y Tristán e Isolda y unas pocas sinfonías. De hecho, la grabación que Erich Kleiber hizo de la Quinta sinfonía de Beethoven para Decca fue considerada durante mucho tiempo una de las mejores hasta que Carlos le superó con una potente versión, 20 años más tarde para DG. Muchos críticos se decantaron por la labor del hijo.

Celoso de su intimidad, cáustico con los fastos de la dirección musical, Kleiber confesó a su amigo Herbert Von Karajan que dirigía sólo cuando tenía la nevera vacía y a Leonard Bernstein: "Quiero vivir en un jardín, estar sentado al sol, comer, beber, dormir, hacer el amor, esto es todo" Para Ioan Hollender, director de la Opera de Viena, ese voluntario enclaustramiento ha escondido en todos estos años de ausencia "la búsqueda en el arte de lo que nadie encuentra: lo absoluto".