Crónica de El Diluvio (edición de la mañana), viernes, 10 de agosto de 1917, continuación:

"El número de cocainómanos en Barcelona ha aumentado considerablemente desde que estalló la guerra europea, debido a que la ciudad condal sirve de refugio a todas las cocottes que, huyendo de la gran tragedia, atravesaron la frontera.

Y sepan los lectores que los envenenadores públicos venden su mercancía con absoluta impunidad, bajo mano y sin receta. Pero el diario El Diluvio se compromete a desenmascararlos en breve, con la publicación de una lista exhaustiva de las farmacias en que mayor negocio se hace, no solo ya con el clorhidrato de cocaína, sino también con la morfina y el éter. Firmado: Fray Gerundio, seudónimo".

Cinco días antes de que el hielo del cuchillo le atravesara las entrañas, Odette Levallois se estaba colocando las medias, hacia el mediodía, en una de las alcobas del prostíbulo que abocaba al patio interior. Las mismas medias de seda con que la muerte la sorprendería, metidas en la cavidad húmeda de la boca.

Desnuda, sentada en el filo de la cama, se las sujetó al liguero, apenas rozándolas con las yemas de los dedos. Eran preciosas, de un sutil color champán, obsequio del recadero de Madame Petit. Odette estaba convencida de que Quimet las había robado, en los almacenes El Siglo o donde fuera, pero aun así le hizo fiestas y le agradeció el regalo con un beso en los labios. Aunque el muchacho le despertaba una ternura desacostumbrada, aunque nadie le había acariciado los pezones con tanta delicadeza, en ocasiones habría preferido que hubiese sido otra quien lo desvirgara. Por nada del mundo querría lastimarlo.

Se miró en el espejo y se gustó: el vestido verde, color tallo de apio, con encaje chantilly en los remates, la favorecía, y el collar de perlas de doble vuelta le daba ese toque de finesse que el barón Von Rolland tanto le alababa. "Eres fascinante pero venenosa". Se lo había dicho la última noche en que se citaron, abrazándola por la espalda, la mano del barón sobre su escote tan blanco, y en el dedo anular el grueso solitario de oro, con un zafiro entre dos brillantes. Un escalofrío se le deslizó espalda abajo.

Salió a la calle y cruzó la Rambla con paso decidido, aunque las piernas se le habían convertido en espuma. "Debo hacerlo, debo hacerlo, debo hacerlo", se repetía encaminándose hacia su encuentro en el restaurante de la calle Escudellers. Temía las represalias del barón, la viscosidad de sus tentáculos, extendidos hasta el rincón más oscuro de la ciudad, pero al mismo tiempo intentaba convencerse de que los franceses la protegerían. Estaban obligados a hacerlo.

Aunque llegó unos minutos antes de la hora convenida, en cuanto cruzó la puerta del Grill Room distinguió en seguida, entre la niebla de los comensales, el bigote finísimo de monsieur Humblot. El cónsul francés había elegido la mesa más discreta.

Agasajos, besamanos y un cóctel de aperitivo. Odette agradeció en silencio que el señor Humblot decidiera por los dos el menú --sopa de queso, codornices con foie y un vino pétillant-- y que fuera directo al grano antes incluso de que el camarero hubiese traído el pan y la mantequilla.

--Y bien, mademoiselle Levallois, ¿tenemos noticias del barón?

--Nos vimos anteanoche. --Odette hizo una pausa estudiada antes de continuar. --Von Rolland se ha tragado que el Serapis zarpará el lunes, el mismo día 6, a las seis de la mañana. El problema de las mantas ni lo mencioné.

--¿La creyó?

--Puede estar seguro.

El cónsul francés se limpió el bigote con una punta de la servilleta y, clavando el ansia azul de su mirada en los ojos de Odette,