En Hollywood, ya se sabe, nadie sabe nada. Hay películas que nacen con voluntad de arrancar una franquicia y se quedan en el primer intento. Después suceden curiosidades como que un thriller de carreras de coches de presupuesto medio se convierta en una franquicia progresivamente más rápida, más furiosa, más grande y… mejor.

En su estreno en el 2001, A todo gas fue recibida sin mucho por la crítica pero el público abrazó (y convirtió en éxito sorpresa del verano) el filme de Rob Cohen, quien apostaba de nuevo por el actor Paul Walker tras haberle dirigido en The Skulls. Sociedad secreta. Al otro lado de la ley, en el papel del corredor/ladrón de reproductores de DVD Dominic Toretto, estaba Vin Diesel.

No es que su presupuesto fuera del todo bajo (36 millones de euros), pero nadie esperaba que recaudara mundialmente más de cinco veces eso. Una secuela era de prever, pero nadie esperaba que llegara hasta las diez (dos más están en camino) sobre todo después del ligero descalabro de la tercera, A todo gas: Tokyo Race, sin las estrellas del original y cuyo único buen personaje moría; lo que no significaba que no pudiera salir más en la saga.

Y sin embargo, ahí lo tienen, una casi serie B convertida en la franquicia más lucrativa en la historia de Universal. Los ladrones de mediana monta se han convertido en Robin Hoods de altos vuelos, trotamundos irrefrenables (ya han visto cuatro continentes), hackers nivel Elliot Alderson y peleadores hábiles con brazos, piernas y cabeza. Para una legión de espectadores de todo el planeta, la familia sobre la que tanto insiste Toretto, no biológica, sino construida a lo largo del periplo vital, es como su propia familia.

Por eso Fast & Furious 7 era un espectáculo de levantarse de la butaca, pero también un golpe emocional de los que pueden hundirte en ella. Se trataba del primer episodio estrenado después del fallecimiento, en accidente de tráfico, del actor Paul Walker, resucitado en partes del filme con ayuda de los efectos digitales de la compañía WETA de Peter Jackson. También por eso, algunos han visto como una traición que la saga continúe sin Walker, mitad de su corazón emocional. Tanto dentro como, al parecer, fuera de la pantalla.

Sobre las espaldas del director F. Gary Gray recaía una misión difícil (o unas cuantas de ellas): igualar la espectacularidad del séptimo episodio, conseguir que el público aceptara Fast & Furious sin Walker y conquistar de nuevo a los críticos abrumados por el dinamismo de las últimas entregas dirigidas por Justin Lin (quinta y sexta) y la única dirigida por James Wan (séptima). No, no debe de ser fácil haber sido Gray estos últimos meses, aunque tampoco debe de haber sido aburrido: se ha sentido, dice, «como un niño en una juguetería» haciendo chocar y destrozando los coches por valor de decenas de millones de euros de Fast & Furious 8.

Gray no es nuevo en el terreno recorrido a toda pastilla por Fast & Furious. Recordemos que su filmografía incluye una película de robos, Hasta el final, especie de versión black de Nikita, dura de matar. También una espléndida película de acción pura como Negociador, una de persecuciones de coches como The italian job y una con Vin Diesel, Diablo, que mejor no recordar en exceso.

A la espera del veredicto del público, Fast & Furious 8 ha topado con primeras críticas no tan exaltadas como las del anterior capítulo, aunque no todos los días uno puede ver bólidos llover, un submarino nuclear perseguir coches o a Jason Statham haciendo de canguro a su manera. Gray, además, bien ayudado por su director de segunda unidad, el veterano Spiro Razatos, ha conseguido que estas escenas imposibles luzcan realistas en lugar de como borrosos derroches infográficos.

Tampoco ha olvidado el importante factor emocional de la saga, y pone énfasis doloroso en la ruptura de la familia por las malas artes de Cipher, la villana encarnada por Charlize Theron. Octavas partes, se supone, no podían ser buenas, pero esta funciona a todo gas.