Si algo se le da bien al director alemán Fatih Akin es revolcarse en el fango. A lo largo de una filmografía sobre la que lo más amable que puede decirse es que es irregular, sus momentos menos ilustres son aquellos en los que ha tratado de dárselas de cineasta respetable; películas como la vacua odisea emocional El otro lado o como El padre, su catastrófico acercamiento al genocidio armenio. Lo suyo, decimos, es visitar los bajos fondos físicos y mentales y narrar a través de géneros considerados de baja estofa; y por eso sus mejores películas quizá sean Soul Kitchen, comedia gruesa como un ladrillo de techo, y sobre todo Contra la pared, melodrama bañado de sangre y babas por el que ganó aquí el Oso de Oro.

La película por la que este año vuelve a aspirar al galardón, El guante dorado, también está llena de esos dos fluidos corporales, y además incorpora otros, como vómitos, sudor rancio, semen y pipí. Es, de largo, la más sucia de las obras de Akin y, no por casualidad, probablemente también la mejor. En ella se acerca a la repugnante figura de Friedrich Honka, que entre 1970 y 1975 asesinó al menos a cuatro prostitutas de avanzada edad procedentes del barrio chino de Hamburgo; a tres de ellas las cortó también en pedazos, que mantuvo almacenados -algunos durante años-- en su propio apartamento. Las numerosas quejas de los vecinos acerca del hedor a carne podrida que invadía el edificio fueron ignoradas por la policía.

Los retratos cinematográficos de asesinos en serie, especialmente aquellos dirigidos por autores de renombre, suelen dedicarse menos a detallar las muertes mismas que a penetrar en la psicología del criminal; la particularidad de Honka, al menos si damos la versión de El guante dorado por buena, es que no hay mucha psique que explorar: el tipo era un tarado, y feo como un demonio, y se pasaba el día borracho. Andaba con prostitutas porque el resto de mujeres se reían de él, y tras llevárselas a casa las mataba porque el alcohol lo convertía en un hombre increíblemente violento. Punto. Akin, además, asume que sus crímenes fueron improvisados, torpes y repetitivos, y que las víctimas eran prácticamente indistinguibles las unas de las otras.

SIN INTERÉS / El guante dorado, pues, no interesa ni por la historia que cuenta ni por los personajes en los que se fija al contarla. Y resulta obvio que Akin es plenamente consciente de ello. Él parece haberla concebido esencialmente a la manera de un ejercicio de feísmo, una exhibición de estampas que derrochan depravación, mugre, mal gusto y olor a bajo vientre. Las escenas que transcurren en el apartamento de Honka incluyen una decapitación con un serrucho y una violación con una salchicha de Frankfurt; las que lo hacen en el antro que da título a la película son un muestrario de seres decrépitos, repugnantes y patéticos. Ver tanto unas como otras da a ratos causa risas nerviosas -algunos de los momentos de slapstick son francamente inspirados— y a ratos da, literalmente, asco. Entiéndase esto último como un cumplido; Fatih Akin así lo recibiría.

Por su parte, la solidez de dos actores -el sueco Stellan Skarsgard y la sorprendete austríaca Valerie Parchner- equilibró la competición ayer en la Berlinale, tras la sacudida dejada por Akin. El actor sueco interpreta en Out stealing horses, de Hans Petter Moland, a un viudo traumatizado por la muerte de su esposa, que vuelve al recóndito bosque noruego donde pasó su último verano con su padre, en el año 1948.