Francisco Ferrer Lerín corre el riesgo de que su obra quede opacada por el personaje. Y el personaje es de cuidado. En esencia, este barcelonés, amigo de juventud de Félix de Azúa y de Gimferrer cuando aún se llamaba Pedro, decidió irse a vivir a Jaca en los años 60 arrastrado por su amor a las aves carroñeras y los buitres. Durante algún tiempo se ganó la vida jugando al póquer, en su vertiente chiribito (una palabra a retener). Empezó escribiendo poesía y dejó de hacerlo durante 30 años -por nada en especial, porque la vida le llevó por otros derroteros-, para regresar también como novelista, memorialista y escritor raro de narices gracias a una historia casi de tintes sobrenaturales que no deja de repetir. Esa obra guadianesca está integrada por una serie de libros singulares de poesía antilírica y narraciones poco convencionales, por los que merece ser mucho más conocido de lo que es.

Leer los textos crueles, violentos y un tanto salvajes de Ferrer Lerín es una experiencia impactante, pero él parece quitarle hierro a la hora de hablar de ellos con su estilo irónico, que revela a un divertido contador de historias. Muchas de ellas están en el origen de la antología de textos breves, algunos de ellos inéditos, Besos humanos (Anagrama), al cuidado del crítico Ignacio Echevarría. Con esta propuesta, que integra gran variedad de estilos e intereses, intenta ponerse a funcionar de forma más normalizada en el sistema literario.

FIN DE TRAYECTORIA

El autor bromea con la idea de dejar de ser un escritor secreto. «Estoy preocupado con esa posibilidad», dice con sorna. Y anuncia con coquetería el fin de su trayectoria poética. «Ya he cumplido 76 años y en otoño saldrá en Tusquets el que quizá sea mi último libro de poesía». Seguidamente se pone a hablar de la novela que está escribiendo, titulada en un principio Vórtex, y los maliciosos azares que provocaron el cambio de título. «Encontré en Google que Vórtex es una marca registrada de un aparato que se puede conectar a la lavadora o a la aspiradora con el fin de poder masturbarte mientras realizas las tareas domésticas. Así que dudo llamarlo así o no».

Entre las señas de identidad de este pionero del ambientalismo en España está su comprensión (que no amor) de la crueldad. «La naturaleza es cruel, pero yo no me recreo en ella porque supone un desgaste de energía tremendo. Creo ser una buena persona y me gusta el ser humano, sobre todo si viene de uno en uno». Para comprender su lado oscuro hay que ir un poco atrás, a los tarros de formol con criaturas monstruosas que coleccionaba su padre -o por lo menos, así le gusta contarlo-, médico de profesión, y a los manuales de teratología que coleccionaba su bisabuelo, notario en Puigcerdà.

FICCIÓN O REALIDAD

Con Ferrer Lerín nunca se sabe exactamente si lo que está contando es producto de su imaginación un tanto enfebrecida o de su experiencia real. «Creo que mi principal influencia son los sueños», apunta. Sin saber cómo, los meandros de la conversación le llevan a su breve experiencia de lingüista en la Universidad de Granada. «Cuando yo daba clases allí, el catedrático que me dirigía la tesis murió acuchillado por un bedel. Al parecer estaban liados. La pista que llevó a descubrir el asesinato fue que el bedel se perfumaba con Barón Dandy. Yo vi cómo la sangre se escapaba por debajo de la puerta...» Y si dudas y le respondes que aquello, contado en ese tono tan zumbón, no puede ser verdad responde medio ofendido y medio divertido: «Claro que me lo dicen pero es porque no me conocen».