Francesc Serés (Zaidín, 1972) ganó el Premio Proa de Novela, dotado con 40.000 euros, y que está considerado el Planeta catalán con su obra La casa de foc. Una obra que ha alabado la crítica y con la que «siente el respaldo de los lectores».

-Una vez más, ha vuelto a reinventar su estilo, una tónica a lo largo de su trayectoria.

-No hay que repetirse respecto a lo que ya has hecho, tener un poco de respeto por la parte creativa, que no solo sea algo técnico, Es decir, que haya una idea de qué aporta este libro respecto al resto de libros tuyo y de los demás. Es lo que intentas hacer, luego hay que ser muy humilde, y ves que te acabas encontrando poco o mucho a ti mismo. Yo he intentado alejarme tanto como he podido de lo que ya había hecho pero fíjate que esto se parece a lo que he hecho. Imagínate si no tienes en cuenta eso, te salen libros calcados. Estoy contento de haber hecho una novela en un formato en el que no estaba acostumbrado.

-Llevaba seis años sin publicar nada pero si hablamos de novela mucho más, ¿es de escribir reposadamente?

-Me parece que es bueno tener en cuenta que cada proyecto tiene su propio camino. Es evidente que por ejemplo cuando escribí La piel de la frontera ya podría haber hecho una novela sobre eso pero había una tarea previa de informar que ese mundo existía más allá de la ficción. Era una cosa que no estaba escrita. Aquí, de alguna manera, es encontrar un camino de todo el tiempo que pasé en una zona, ver cómo lo dibujo y cómo lo entiendo. Y la novela era el género más adecuado porque necesitaba un espacio largo para poder explicar bien este mundo.

-Es una novela arraigada al territorio, algo unido con que va a la existencia misma del ser humano.

-Al final, toda la novela se interroga sobre eso, sobre las condiciones de posibilidad de lo que es el hombre, de su contemporaneidad, del tiempo en el que vive y de todos los dilemas que atraviese. Es la historia de novela desde Cervantes hasta aquí. Lo que sí sucede es que en cada lugar, en cada tiempo y en cada comunidad se vive de una manera diferente y esta es la gracia de la novela, el hecho de que tengamos necesidad de relato. Y aquí sí que había esa voluntad de poder explicar ese ansia de justificar la necesidad de felicidad que se junta con la necesidad de sentido de la vida. Es decir, cómo dotamos a esto de sentido en un momento en el que todo parece acompañarnos a un consumo incluso de felicidad, no de bienestar que lleva a la felicidad sino un consumo de felicidad.

-Capitalismo en estado puro.

-El capitalismo de los afectos. Parece que con la aparición de internet y las métricas que dan las redes sociales, se está produciendo algo muy novedoso, pero digámoslo con propiedad. Está en el ADN mismo del capitalismo, va unido al hecho contemporáneo de estar permanentemente satisfecho, tener tu vida colmada de satisfacción para que nadie te pueda decir que has pasado por este mundo siendo un infeliz. Es el peor insulto que te pueden decir hoy, que eres un infeliz. Es como si no estuviera cumpliendo con mi obligación contemporánea de poseer determinados bienes, de cumplir con lo que teóricamente me manda una sociedad basada en el hecho publicitario y en modelos de consumo.

-Tengo la sensación de que esta novela requiere una lectura reposada.

-Esto lo decide cada lector, pero sí que es verdad que la novela tiene muchos frentes abiertos, puede ser una novela policiaca, de aventuras, de formación, puede ser una educación sentimental e incluso puede ser una crónica social. Lo que sí hay son muchas complejidades que se entrelazan y sí, es un relato largo, que necesita un tiempo y la comprensión del lector porque es un fenómeno complejo al que nos enfrentamos.

-¿Qué le ha supuesto ganar el Premio Proa?

-Ha sido fantástico porque se han solapados dos reconocimientos, la reacción de la gente a la lectura del libro que es bastante unánime y da mucha moral para volver a escribir y el premio por supuesto que está ahí y te reconoce. Pero lo digo sin falsa humildad, el hecho de que el premio se refuerce con este sentir general de crítica y público es lo que le da realmente sentido.

-Es una novela un poco premonitoria en el sentido de que está escrita antes de la pandemia y ya habla de reinventarse, ¿es futurólogo?

-Lo que sucede es que si sales un poco de la urgencia de esta crisis y de lo cotidiano, de lo último que ha pasado en el último año, ves que crisis ha habido muchas. Vemos un Aragón vacío. Imagínate la crisis permanente que ha tenido esta comunidad para irse quedando sola, la población está en Zaragoza y el resto está despoblado, eso ya es una crisis sin paliativos. Nadie se acuerda de esa porque no tiene la misma presencia en la actualidad que la que está pasando ahora. Pero también ha habido crisis agrícolas, industriales, de guerras… Lo que pasa es que tenemos esta visión tan actualocéntrica, tan presentista que nos parece que lo otro no ha sucedido. Cuesta no ser premonitorio.

-¿Qué le parece la política lingüísta aragonesa?

-Imagínate el desastre que es de ver que tu lengua es menospreciada por el propio presidente de Aragón de manera permanente incluso cuando ha hablado de escritores catalanes y no se ha parado a pensar en que Aragón se hable también el catalán. Esto ya te lo dice todo. Es la crónica de un desprecio anunciado, reiterado y continuado. Siempre he pensado que Aragón siente vergüenza de que haya gente que hable catalán en su territorio. No me lo explico de otra manera, que haya un sentimiento de avergonzarse como si fuera una tara, que hubiera una zona sucia y todo esto da un poco de pena por un Aragón que pudo haber sido y no fue.

-¿Es eso lo que hace que mucha gente de la zona miren más al Este que a su propia comunidad?

-¿Qué te voy a decir? Si se pone en tela de juicio incluso la naturaleza de la lengua, cuesta caer más bajo y pensar que puedes tener más dificultades que esa para vivir en un sitio.