Cabe suponer que el hombre que en la noche del domingo aprovechó un momento de disipación para robar el Oscar de Frances McDormand durante la fiesta oficial que celebra cada año la Academia de Hollywood tras la ceremonia (el Governor’s Ball) no había visto la película por la que la actriz acababa de ser justa y casi inevitablemente recompensada. A nadie le gustaría tener que enfrentarse a la cólera vengativa de Mildred Hayes, esa madre justiciera «habitada por una rabia pura» a la que McDormand encarna en Tres anuncios en las afueras con su precisión habitual.

Si había una estatuilla cantada en estos premios, esa era la que correspondía a la mejor actriz protagonista. Ya había arrasado en los Globos de Oro, en los Bafta y en los premios del sindicato de actores, y se diría que solo un nuevo (e impensable) enredo con los sobres de PwC podía privar del Oscar a esta mujer nacida en Chicago el 23 de junio de 1957 y criada como hija adoptiva por una enfermera y un reverendo canadienses que, tras varias mudanzas, acabaron echando raíces en un suburbio de Pittsburgh.

Tras descubrir su vocación dramática en una obra escolar (interpretando a Lady Macbeth, nada menos) y graduarse en la Universidad de Yale, donde forjó una amistad a prueba de castings con la también aspirante a actriz Holly Hunter, McDormand hizo su debut en Broadway en 1984. Ese mismo año, Hunter le sugirió que se presentase a una prueba para participar en el rodaje de la primera película de los hermanos Coen, Sangre fácil. De allí salió Frances convertida en actriz de cine y embarcada en una relación sentimental con el director Joel Coen que a día de hoy parece tan sólida como el primer día (la pareja lleva 23 años de matrimonio, vive en Manhattan y tiene un hijo llamado Pedro).

El gran salto de ‘Fargo’

McDormand repitió con los Coen haciendo pequeños papeles en Arizona baby, Muerte entre las flores, Barton Fink y El gran salto antes de dar el gran salto y deslumbrar como la singularísima protagonista de Fargo, esa policía competente y embarazadísima que en 1996 le reportó su primer Oscar. Un premio al que ya había optado ocho años antes en la categoría de reparto por su interpretación en Arde Mississippi y con el que volvió a citarse, sin éxito, en el 2000 (por Casi famosos) y el 2005 (por En tierra de hombres).

La codiciada estatuilla dorada de la Academia de Hollywood tardó 15 años en compartir vitrina con el Premio Tony, que la actriz consiguió finalmente en el 2011 por su trabajo en la obra Good people, de David Lindsay-Abaire. Y en el 2014 se les unió a ambos un Premio Emmy por la serie Olive Kitteridge.

«Muy vieja para el papel»

Alérgica a las entrevistas y reacia a los autógrafos, los selfies y otras ceremonias de vasallaje moderno, la actriz tiene reputación de implicarse a fondo en todo lo que hace -«es una fuerza de la naturaleza», dice de ella el director Martin McDonagh- y una bien ganada fama de selectiva a la hora de elegir sus papeles en el cine. Un privilegio que estuvo a punto de frustrar esa cita con la gloria que le ha deparado el personaje de Mildred Hayes. «Me veía muy vieja para hacer ese papel. Una mujer de clase trabajadora como Mildred no habría esperado a los 38 años para tener su primer hijo», dijo.

Felizmente, su marido acabó convenciéndola de aceptar, y Frances pudo el domingo agradecerle la insistencia desde el escenario del Dolby Theatre Oscar en mano. Después vino el confuso episodio del robo, que se resolvió con la detención de un hombre de 47 años, la recuperación de la estatuilla y un jocoso comunicado del representante de la actriz: «Tras una breve separación, Fran y el Oscar están felizmente reunidos y disfrutando de una hamburguesa con queso en el In-N-Out».