Hoy se celebra el Día Internacional de la Garnacha, de la que mucho tenemos que decir desde Aragón. Variedad ampliamente cultivada en nuestra tierra, con muchas cepas centenarias --algunas de verdad, la mayoría de varias décadas, lo que no es poco-- fue profusamente vilipendiada hasta no hace mucho. Que si se oxidaba, que si no servía para largas crianzas, que si- probablemente no había medios técnicos ni humanos para extraer lo mejor que nos ofrece esta uva.

Lo cierto es que, desde hace poco más de una década, determinadas bodegas, entre ellas Borsao, apostaron por vinificar y dignificar esta variedad, con gran éxito en los mercados, especialmente el emergente y poderoso estadounidense, con Parker animando a su consumo.

Era obvio. Ante la profusión de cabernets, merlots y chardonnays, cultivados en todo el mundo, el mercado demandaría en algún momento variedades locales y con personalidad, cultivadas cerca del terruño y con los métodos propios de cada lugar. Obvio, pero había que apostar. La DOP Campo de Borja supo convertirla en su emblema --hay garnacha por toda España-- y a su estela el resto de denominaciones aragonesas van apostando por ella. De hecho es Borja quien hoy mismo ofrece degustaciones gratuitas en la mayoría de tiendas especializadas, una buena ocasión para quienes no conozcan sus virtudes.

Pero no nos llamemos a engaño. Las modas son pasajeras y tienden a uniformizar la oferta, llamadas por el éxito comercial. Lo central del fenómeno, además de elaborar buen vino, fue descubrir las especificidades locales, la diferencia; la variedad de aromas y sabores que produce la garnacha según dónde y cómo se elabore. Y a ello no se puede --debe-- renunciar. Pues son ya demasiados quienes pretender remedar la garnacha Parker ansiando vaciar sus botelleros gracias a la exportación. Y los mercados emergentes, esos que deben sacarnos de la crisis, no son estúpidos. Y si los vinos aragoneses de garnacha tan solo se diferencian entre sí por la etiqueta, mirarán --y comprarán-- en otro lado. Al loro.