Ahora que se ha muerto, la televisión del chafardeo nuestro de cada día pondrá cara de pena y nos recordará que el desgarro dulce de Manzanita fue uno de los pioneros de lo que después se ha dado en llamar flamenco fusión o nuevo flamenco.

Cierto, él fue un patriarca de ese cajón de sastre en el que hoy ya todo vale, desde Pastora hasta Maita Vende C .

Qué diferencia con los tiempos antológicos en que esa etiqueta sacó la cabeza en el pop de la España de la transición democrática, con Veneno, Lole y Manuel, Pata Negra y el propio Manzanita marcando el paso artístico de una música popular y de gasolinera cuya frescura regeneradora hizo chocar al flamenco con los enchufes, las drogas ilegales y los poetas.

En ese despegue, Manzanita, que ya con el trío Los Chorbos había firmado en 1975 el relevante Sonido Caño Roto , publicó entre 1978 y 1981 tres discos fundamentales: Poco ruido y mucho duende, Espíritu sin nombre y Talco y bronce .

Su jondura también llegó al público progre, chic y universitario, como le pasa hoy a Morente, pues igual cantaba versos de Federico García Lorca, Gustavo Adolfo Bécquer y José Zorrilla que aflamencaba a Richard Cocciante, Francis Cabrel y a la gran Cecilia. O miraba con tino a Brasil y Cuba, para que después grupos como Ketama lo tuvieran más fácil.

Su carrera se desinfló allá por 1988, devorado el artista por el personaje y la fama. Se perdió y quiso reencontrarse en Dios, emergiendo en 1998 para recibir el latigazo rosa de unos medios del corazón que lo trataron como hoy están tratando a Peret.