Mamoru Hosoda se ha convertido en uno de los grandes directores de animación de nuestro tiempo. No solo ha sabido recoger la tradición del manga y el anime e incorporar temas actuales, también ha dotado a sus películas de una enorme sensibilidad que conecta con las inseguridades contemporáneas. Sus películas hablan de momentos limítrofes entre la niñez, la adolescencia o el inicio de la madurez, son historias de iniciación en las que la imaginación se funde con la realidad para configurar universos narrativos y visuales de una desbordante originalidad y delicadeza.

Con Mirai, mi hermana pequeña, que llega hoy a los cines, ha conseguido su primera nominación al Oscar y entre otras muchas cosas tiene la particularidad de estar contada a través de los ojos de un niño de cuatro años que se siente desplazado cuando llega a casa su hermanita recién nacida. Su pequeño microcosmos, en el que se sentía el único centro, se desmoronará, y tendrá que aprender a enfrentarse a sus miedos para hacerse fuerte y seguir adelante.

«Hay muy pocas películas dentro de la historia del cine en la que el punto de vista sea exclusivamente infantil (cita El espíritu de la colmena). Normalmente no se presta la suficiente atención a sus necesidades o las vemos reflejadas a través de las de los adultos», contaba Hosada en el pasado Festival de San Sebastián. «He intentado respetar mucho la identidad de los niños en esta película para que todo se vea desde su perspectiva».

El director reconoce que también hizo un ejercicio retrospectivo para recordar cómo veía el mundo cuando él era pequeño, al mismo tiempo que confiesa que se trata de la película más íntima y personal de su carrera, ya que su principal fuente de inspiración ha sido su propia familia, su mujer y sus hijos. «En realidad, a través de los ojos del niño, también vemos el crecimiento de sus progenitores. Las dos partes son novatas en todo. Es una película sobre cómo ser hijo, pero también sobre lo que supone ser padres».

El pequeño Kun deberá luchar de forma directa contra sus mayores traumas y, como ocurre en todas las películas de Mamoru Hosoda, lo hará a través de la fantasía, que se convertirá en un espacio de conocimiento, no en un refugio de la realidad.

Un enorme árbol en su jardín será el responsable de conectar diferentes etapas vitales de los miembros de su familia. Conocerá a su madre cuando era pequeña, a su hermana en la adolescencia, a su bisabuelo en su juventud. Viajará en el tiempo, al pasado y al futuro, y de cada episodio extraerá una enseñanza que le ayudará a configurar su personalidad mientras desbloquea herramientas fundamentales como gestionar los sentimientos, conocer los límites o alcanzar cierta independencia emocional. «Quería dibujar un mapa familiar y al mismo tiempo plasmar el ciclo de la vida. Por eso aparecen generaciones anteriores hasta llegar a Kun, es como un loop infinito, una cadena en la que cada uno, en cada época, tiene un determinado papel y un sentido como ente independiente».

El director piensa que la sociedad japonesa está transformándose y abandonando el estigma patriarcal que siempre la ha acompañado. Por eso, en la película, la madre es la que se encarga de llevar el dinero a casa, la que sale a trabajar mientras que el padre es el encargado de cuidar a los niños, cambiar pañales y poner lavadoras. El director se ríe de sí mismo en este aspecto mostrando la incompetencia masculina para las tareas domésticas, así como el caos que conlleva el nacimiento de un bebé. Lo hace a través de la comedia, pero se muestra serio al afirmar que «los roles están cambiando, y así es como tiene que ser».