Lariño, Costa da Morte, Galicia, 1891

El verano estaba siendo benigno en la Costa da Morte, y los hijos del doctor Saramago aprovechaban el atardecer para jugar en la playa, alargando indolentemente la hora de regresar a la casa. Ese tiempo mágico y efímero en su eclosión de colores le encantaba a Violeta: cuando el día muere lentamente y el sol se deja, por fin, mirar y admirar, mostrando toda su hermosura agónica antes de sumergirse en el mar y desaparecer para siempre. Al menos, eso es lo que pensaba cuando era pequeña: que la inmensa bola roja se hundía sin remedio en el fondo del mar y moría. Con el tiempo supo que el sol se marcha pero vuelve todos los días.

Violeta adoraba la playa de Lariño, el pequeño pueblo donde había nacido. Una playa salvaje, dramática por peligrosa y bella. A esas horas del día solo estaban ellos, los hermanos Saramago y sus amigos Inés y Juan, también hermanos e hijos del propietario de la única ferretería del pueblo. La tienda del señor Isidro era un universo de cosas útiles. A sus once años recién cumplidos, Violeta pensaba que la vida en el pueblo se pararía si la ferretería del señor Isidro dejara de existir. Tenía de todo, hasta un traje completo de buzo con su correspondiente escafandra. Inés y Juan contaban que su padre había sido buzo y bajaba a las profundidades del mar en busca de tesoros olvidados en los barcos que naufragaban en esas costas terribles, en esos acantilados imponentes que destrozaban todo lo que el mar les ofrecía como un ritual antiguo, repetido y vengativo.

Los cuatro niños corrían por la playa jugando a esquivar las olas vencidas pero todavía revueltas en la intensidad del Atlántico. Cuando alguno de ellos era derribado por la fuerza de las olas y caía rebozado de arena y agua, los demás reían sin piedad y seguían corriendo con las camisolas mojadas y pegadas al cuerpo. Luego, exhaustos, se tumbaban en la orilla inclinada y mansa con los brazos y las piernas en cruz. Miraban el cielo y respiraban por la boca. Un cielo cada vez más cubierto y gris con destellos dorados que se despedían anunciando la noche. La marea subía, y la playa de Lariño se iba transformando en lagunas estrechas de agua remansada cada vez más profundas. Si no se apresuraban, Violeta y sus amigos quedarían atrapados y aislados por el agua que, implacable, hacía su trabajo cada tarde a la misma hora. Pero los chicos eran del lugar y sabían perfectamente cómo desafiar los ritmos continuos de las mareas. Ahora tenían que correr rápido al otro extremo de la playa para llegar al faro, para abandonar una playa que se iba achicando por momentos, anunciando la hora de regresar a sus casas. Violeta iba la primera, sorteando las lagunas menos profundas. Cuando llegó cerca del faro se puso en jarras y se volvió desafiante a esperar al resto del grupo, que se acercaba con las cabezas inclinadas y las piernas flojas por el esfuerzo de la carrera y de soportar las prendas de algodón mojadas, pesadas y adheridas a sus cuerpos adolescentes. Sonrió viéndoles llegar agotados y pensó que de buena gana se quitaría la camisola y se zambulliría en el mar, ahora frío y embravecido. No lo hizo. Sabía que el faro que se alzaba a sus espaldas tenía como misión señalar una zona de costa peligrosa, situada entre el cabo Fisterra y el cabo Corrubedo, y que meterse en el mar a esas horas sería una temeridad.

Inés, la segunda en llegar, se detuvo frente a ella y la miró con cara de susto.

--Pero ¿qué te pasa, Violeta? ¡Tus piernas están ensangrentadas!

Violeta bajó la vista y vio cómo unos hilillos rojos se deslizaban por sus piernas hacia los pies rebozados de arena. De forma instintiva, se llevó las manos al pubis y se quedó así, protegiéndose, quieta, asustada, sin pronunciar palabra, mirando la sangre como si fuera una maldición, un castigo, una herida pro- funda y nueva. Al poco llegaron los chicos. Su hermano pequeño, al verla tan indefensa, le dijo que no se preocupara.

--Te habrás herido con alguna roca sin darte cuenta. En cuanto lleguemos a casa, padre te curará. Vámonos.

Juan se paró en seco y se volvió, respetuoso. Con las manos entre las piernas, Violeta se metió un poco en el mar para limpiarse, pero la resaca estuvo a punto de tirarla y salió rápidamente. Algo en su interior seguía manando sin que pudiera pararlo. Inés le pasó una mano por el hombro y le aconsejó regresar a casa. Juan y el pequeño Andrés iban detrás muy callados, sin entender muy bien qué había pasado, por qué se habían acabado de pronto las risas, los juegos y las carreras, por qué las chicas estaban tan asustadas.

Mientras recorrían el camino del faro hacia las primeras casas de la costa, Violeta supo de pronto que algo había cambiado para siempre y que la infancia empezaba a alejarse de ella, aunque no quisiera, aunque no lo deseara. Sintió un escalofrío y, sin poder evitarlo, un par de lágrimas humedecieron su cara. Inés, a su lado, no paraba de hablar y de decir cuánta suerte tenía.

--Qué bien; ahora ya eres mayor. Seguro que tus padres te dejarán hacer muchas más cosas. Yo estoy deseando que me pase. Tengo ya doce años y aún no me ha venido. ¡Qué rabia!

Pero Violeta no la escuchaba. Habría dado cualquier cosa por seguir como hasta entonces. Con esa despreocupación de la niñez, del verano interminable, de jugar en la playa descalza y casi sin ropa, de poder mirar a Juan como a un igual y pegarse y rodar por la arena en un juego eterno.

-¡Madre, padre! ¡Violeta se ha hecho daño en la playa! --gritó excitado Andresillo, advirtiendo a sus padres de su llegada.

Rosalía salió de inmediato de la cocina y miró con asombro a los cuatro niños, sucios y empapados. Sus rostros estaban compungidos, temiendo una buena regañina por la tardanza en volver a casa; y, además, trayendo así a Violeta, con esa inesperada herida. La niña, todavía con las manos entre las piernas, se acercó a su madre y se dejó abrazar. Rosalía no necesitaba explicaciones; la cogió de la mano y se la llevó dentro para prepararle un buen baño caliente.

--A partir de ahora, hija mía, tendrás que usar estos paños todos los meses. Ya somos dos mujeres en esta casa. Te acostumbrarás-- le dijo.Y a los demás: Y vosotros, ¿qué hacéis ahí parados? Vamos, vamos, ¿es que no tenéis casa? (...)

Odilo Saramago llegó poco después, cansado y también empapado por la lluvia torrencial que se había desatado de pronto y parecía que iba a durar toda la noche. Era el médico de cuatro pueblos y dos aldeas, arriba en el monte O Pindo. Todos los vecinos lo respetaban y admiraban por sus conocimientos, y porque era un buen hombre, entregado a aliviar los males físicos y anímicos de esas pequeñas poblaciones gallegas. El doctor Saramago se había retrasado más de lo habitual, algo que siempre ocurría cuando subía a las aldeas del monte. Un lugar sagrado y mágico para los celtas, conocido como el Olimpo Celta, y cuyas leyendas se habían ido transmitiendo de padres a hijos durante generaciones.

Los escasos pobladores de las aldeas lo sabían desde hacía tiempo, pero callaban y no se metían en vidas ajenas. Era una característica muy de esa tierra: saber y callar. Odilo Saramago llevaba varios años visitando la choza de la llamada meiga do Pindo, una mujer de oculto pasado, que según rumores había estudiado libros de medicina a escondidas y emigrado a América cuando era muy joven. Al cabo de los años regresó a su Galicia natal, decían que embarazada, y aquí sobrevivió con sus pócimas y tratamientos basados en la naturaleza y el sentido común (...)

Un día Odilo Saramago, movido por la curiosidad, se acercó a la choza y entabló conversación con la extraña mujer. Quería conocer sus métodos y mezclas (...) y entonces fue cuando descubrió que también habitaba la humilde casa una joven de rasgos y piel mestiza de una belleza indescriptible. Desde aquel día, el doctor Saramago volvía a la choza una vez cada mes. Los tres compartían el secreto y nunca se habló de ello. Las visitas del doctor eran algo callado y aceptado (...) Simplemente ocurría.

Su situación era cómoda. Por un lado, quería a su mujer y no podría concebir su vida sin Rosalía y sus hijos; pero bendecía la pasión que sentía cuando estrechaba entre sus brazos el cuerpo menudo y ágil de India. Pensaba que ese amor era un regalo que la vida le concedía y no podía desperdiciarlo. Su mente cartesiana no se complicaba en dilemas morales, mientras no hiciera daño a nadie.