Del Chagall más realista, el que retrata los desastres de la primera guerra mundial con un descarnado expresionismo en tinta china, mostrando a un soldado herido u otro que se despide de la familia. Del Chagall enamorado, el que pinta a su amada, Bella, besándola mientras parece volar en el aire de forma sobrenatural en El cumpleaños, o en Amantes en azul (con un azul Klein antes de Klein enmarcando sus ojos en dos sutiles formas de corazón). Del Chagall contenido, el que retrata la cotidianidad de su familia: su hermana, su padre y abuela, la barbería de su tío... Del Chagall que refleja, pieza a pieza, con un afán etnográfico -que no religioso- el entorno judío donde nació y se crió, en la comunidad de Vitebsk, entonces en la Rusia zarista. De ese ecléctico y «muy complejo» Chagall se nutre -tal y como explica su comisaria, Lucía Agirre- Chagall. Los años decisivos: 1911-1919, la exposición que hasta el 2 de septiembre ofrece el Museo Guggenheim de Bilbao, coorganizada con el Kunstmuseum Basel.

Más de 80 pinturas y dibujos -entre ellas sus famosos cuatro rabinos, en realidad ancianos rusos, en blanco y negro, rojo y verde, que por segunda vez pueden verse juntos- descubren al primer y más desconocido Chagall, «aún nada naíf ni surrealista, ligado a los cuentos populares rusos, a las tradiciones judías, a las influencias del cubismo o el fauvismo que descubre en París. Es una obra de mezcla, igual que el yidis». «Son unos años clave en que, con todo ello, crea su propio lenguaje para contar su propia historia. Es cuando se fragua el Chagall que conoceremos después», señala Agirre.

Marc Chagall (1887-1985) nació en Vitebsk (antes en Polonia, entonces rusa). Los judíos no podían moverse o ir a estudiar a San Petersburgo sin permisos. Allí, en 1909, conoció a quien sería su esposa, Bella Rosenfeld, de una rica familia de joyeros que también estudiaba y cuyo imponente retrato -Mi prometida con guantes negros- abre la muestra. «Él quería ser artista, algo no muy bien visto en la comunidad judía. Rompió las normas. También ella, que posó desnuda para él antes de casarse».

Gracias al diputado judío y primer mecenas Maxim Vinaver, Chagall marchó en 1911 a París, donde «liberó el color» y se instaló tres años en uno de los 140 estudios baratos para artistas de La Ruche (Montparnasse). El éxito fue inmediato y allí descubrió, además de a los maestros del Louvre, los ismos, y aunque decía que el cubismo o el surrealismo no le interesaban, lo cierto es que incorporó elementos en su lenguaje. Hizo amistad con artistas como Sonia y Robert Delaunay y escritores como Cendrars y, sobre todo, Guillaume Apollinaire, «su gran valedor, que le ayudó a exponer» y le definió como «sobrenatural».

ENTRE DOS MUNDOS / «Estoy tumbado entre dos mundos y miro por la ventana», escribió en su autobiografía, sentimientos que reflejó literalmente en muchas pinturas del periodo, con elementos que se repiten: la mirada hacia su pueblo y objetos de la cultura judía como las cabezas torsionadas (símbolo de la locura alegre), los animales humanos (cabras...) o los violinistas en el tejado (alude a su abuelo, que desapareció en una fiesta y lo hallaron sobre el tejado comiendo zanahorias). Son obras como La habitación amarilla (1911) o París a través de la ventana (1913). En esta última, el artista tiene dos caras, una ve París y otra, con un corazón en la mano, mira hacia Vitebsk, donde está Bella; al fondo, la Torre Eiffel, de la que se tira un paracaidista. «Pudo ser un sastre que en 1912 se tiró con una especie de alas de murciélago», insólita acción.

Chagall deja París para su primera gran exposición individual, en Berlín, en 1914. De allí vuelve a Vitebsk para la boda de su hermana y para ver a Bella, pero la primera gran guerra le sorprende y le confina en Rusia. Le creen muerto y al regresar, todas la obras que dejó en el estudio francés y la galería alemana habían desaparecido. De ahí su costumbre de hacer más de una versión de algunas pinturas y por eso hay tan pocas obras de esos años. También porque las primerizas las perdió en Rusia a manos de un estafador de una tienda de marcos. Y por ello luego siempre se llevó sus obras consigo, como cuando huyó de los nazis hacia 1940 y a punto estuvieron de ser confiscadas por la Gestapo en Madrid, algo que evitaron-cuenta la comisaria- el embajador francés y un conservador del Prado. En Vitebsk vivió la Revolución de Octubre.

Él y en general los judíos -a quienes los zares habían acusado de colaboracionistas en la primera guerra mundial- apoyaron al nuevo régimen porque «creían que les traería libertades». Y aunque fue nombrado comisario de las artes de la ciudad, creó escuelas del pueblo y en 1919 se encargó en Moscú de la escenografía del teatro estatal, los bolcheviques no entendieron que «celebrara el aniversario de la revolución con vacas verdes volando sobre el pueblo». En 1923 regresó a París. Señala Agirre: «Siempre se consideró más francés que ruso».