Una mujer que ha sufrido una pérdida recibe a un joven que ha tenido una experiencia parecida. El domicilio de ella es el espacio dramático donde se desarrolla esta especie de esgrima, servida por el autor con el ingenio requerido para ir desvelando de forma articulada una historia que se desarrolla entre esquinas de comedia de humor y rincones de dramatismo oscuro.

La escena es una habitación convencional, y parece flotar en un cielo azul lleno de luz y manchado de aún más luz por un nimbo de blancos algodones, otras tantas nubes que van oscureciendo según la acción se desliza de la primera apariencia de comedia amable hasta los tonos algo más lúgubres que se irán revelando a medida que transcurre la acción.

Guillem Clua escribe esta obra desde la certeza de una aceptación del mapa del conflicto que va desvelando, de relieve fácilmente reconocible por el público gracias a los límites del diálogo de dos personajes amables, queribles, que producen desde el principio una recepción sin esquinas ni resistencias, una identificación con la inmensa mayoría de la audiencia, que los reconoce y los adopta gracias a que aparecen perfectamente cocinados entre gotas de humor, momentos de patetismo, y un trasfondo de realismo afilado hasta casi el melodrama en algunos extremos: la obra se desliza así desde el principio por una suave pendiente, con estudiados cambios de nivel, hasta un final quizás algo pasado de azúcar y que puede resultar por lo mismo un tanto empalagoso para algunos paladares.

Las cosas de la vida, como dijo aquél, tienen que estar en los espejos en los que nos gusta mirarnos; así para la risa como para lo triste, que de todo traen los días que nos tocan. En el teatro, la convención permite que las formas que devuelve el escenario se encarnen en personajes reconocibles, y en esta ocasión el director sirve el drama con los condimentos del género: un espacio bien figurativo: una habitación donde, menos mal, se ha cambiado el sofá por un piano que, aún así, casi no hace otra cosa que abultar. Dentro de ese territorio, el encuentro entre los dos personajes se trenza sobre todo en la palabra, en el diálogo, donde se alude a dos actitudes frente a la misma atrocidad. La muerte de las personas queridas es siempre una amputación de la vida de los que quedan, pero es cierto que puede adquirir acentos de aún más dolor sobre el dolor. Aquí, la mujer que pierde al hijo y el joven que pierde al amado miden su pena en un torneo que, al final, ambos descubren que sólo tiene perdedores.

La trama revela a su tiempo detalles por los que respira, algunos menos sorprendentes que otros, pero en su conjunto logra trenzar una historia que mantiene a la sala atenta; en momentos logra ese silencio denso que demuestra la mejor relación entre la escena y los espectadores, y como el teatro estaba lleno aún se sentía más esa hermosa liturgia.

Experiencia

Carmen Maura se muestra en todo momento solvente y cómoda en su papel, dando el color preciso a cada registro y destacando su talento para encontrar ese matiz, un brillo inesperado en una frase de humor en medio de un momento de drama. La experiencia no es sólo un grado, a veces como el caso, es más; y le permite dar sin aparente esfuerzo una humanidad sin estridencias, llena de naturalidad, de ternura y matices. Felix Gómez construye su réplica de modo eficiente, atento también a la paulatina trasformación de su personaje. La dirección de Josep María Mestres se nota sobre todo en lo que no se nota; mantiene adecuados el ritmo y el pulso de la historia con un trabajo de oficio; y como, felizmente, el público llenaba la sala, se dio una de esas noches en las que el teatro brilla que da gusto verlo.