Se han vertido tantas miradas sobre Hamlet desde que Shakespeare lo inventara, a partir de la leyenda nórdica anterior, que es tan emocionante volver a verlo sobre la escena como descubrir qué partes, escenas, y en definitiva, qué lectura se elige de entre las posibles a la hora de traerlo al escenario.

La obra íntegra no cabe ni en cinco horas, demasiado para el umbral de atención del público de hoy, así que del copioso número de sugerencias apasionantes que Shakespeare puso en su Hamlet, casi todos los directores han elegido sus propios itinerarios. No es que sea lícito, es casi obligatorio, y el resultado sigue siendo fecundo, sorprendente, magnífico, porque Hamlet es probablemente, más que un personaje, un espacio tan lleno de inteligencia, de belleza atroz, de sensibilidad, de capacidad de análisis sobre el poder, la política, la moral, el amor, la familia, la corrupción, el pensamiento, la vida y la muerte del ser humano, que cuesta creer que un hombre pudiera tener tanta luz para iluminar tanto. Pero ocurrió.

Miguel de Arco elige mantener lo más posible el texto de Shakespeare y acercarlo al espectador de ahora; para ello se sirve de un aparato escénico con cortinas móviles que le permiten articular espacios y tiempos dramáticos con gran viveza y buen acierto. Propone una serie de cuadros, algunos de ellos de gran belleza y elocuencia, y otros igual de audaces, aunque a mí me parecieron menos logrados; pero en su conjunto, la propuesta elegida es coherente, tiene unidad, construye junto con la luz y la escenografía un relato escénico evocador, rico en sugerencias y capaz de ofrecer una ocasión para disfrutar este gran banquete de teatro.

Cuyo plato principal tiene que ser por fuerza la interpretación de los distintos personajes, y aquí hay que destacar por fuerza el inmenso Hamlet que compone Israel Elejalde, que vive, sufre, piensa, se duele, se amarga y envenena con su mismo ingenio, con su inteligencia, con su humor ácido, y en fin, muere con todas las razones y los absurdos que ha ido desgranando a lo largo de las casi tres horas que dura su sueño sobre la escena. No parece nada fácil para un actor elevarse hasta este personaje universal, pero cuando se logra, supone en sí mismo ya una razón extraordinaria para sentarse a contemplar la tragedia de este príncipe renacentista.

Si además está acompañado de un reparto eficiente, brillante y comprometido en sus distintos papeles (se doblan personajes sin que la función sufra) el resultado final añade más razones aún para disfrutar de buen teatro. La fuerza y la sensibilidad de Daniel Freire en su Claudio y la delicadeza con la que Ana Wagener interpreta su Gertrudis; la expresividad apasionada y conmovedora de la Ofelia de Ángela Cremonte y el compromiso y el excelente trabajo de todos el equipo artístico completa esta nueva ocasión de adentrarnos en, acaso, uno de los territorios más ricos de la poesía dramática, un continente entero de evocaciones posibles y de revelaciones para la razón, el sentimiento y la capacidad de asombro ante todo lo que Shakespeare fue capaz de poner en este inmenso personaje inabarcable. Ojalá ya la hayan disfrutado o puedan hacerlo aún.