«Tengo que hablar contigo», le dije a mi madre y la frase sonaba extraña en su lengua. En realidad, era un calco de la lengua que yo hablaba fuera de casa. En la de mi madre nadie dice «tenemos que hablar» ni había ninguna expresión tan cargada de resonancias audiovisuales como ese cliché gastado. Pero de todos modos le dije que tenía que hablar con ella. Hablar con ella para que hablara con Él, el omnipotente padre de familia. Ese era el canal de comunicación que teníamos establecido de hacía tiempo sin que nadie entendiera por qué no podíamos hablar directamente con nuestro padre sin tener que pasar por mi madre. Ella se secaba el sudor de la nuca con un trozo de papel de cocina y a mí me sudaban las manos. De lo que le tenía que hablar no le había hablado nunca nadie, ni hijo ni hija. Ella misma, casada a los 16 años con un desconocido, no se había encontrado nunca con la situación en la que me encontraba yo entonces. No había precedentes ni en nuestra familia ni en ninguna de las que conocíamos. ¿Y cómo se hace algo que nunca antes ha hecho nadie? ¿Cómo encontrar las palabras que no existen en una lengua? Había calcado la expresión «tengo que hablar contigo», pero ¿cómo iba a hablarle del amor, el deseo, el goce de verse una reflejada en los ojos del otro, otro que estaba loco por ti? ¿Cómo hablarle de Salvat-Papasseit o Lorca, Neruda o Estellés, March o Petrarca? La miré. El sudor le goteaba hasta la barbilla y me vino a la cabeza «me gustas cuando callas porque estás como ausente», pero mi madre no se quedó mucho rato allí de pie, sin decir nada. «Anda, di, que tengo una lavadora por tender».

Entonces empecé a tartamudear que si había un chico, que si quería venir a casa, que si podría hablar con padre… Se sentó sin mirarme, con la sangre que se le había ido del rostro, blanca. «¿Y de dónde es este chico?» Le contesté que de aquí, pero no me entendió. «¿Cómo que de aquí?» Y se hizo un silencio. Para calmarla me acordé de la información más importante que tenía que darle: «Se convertirá, me ha dicho que se va a convertir, mamá, no importa que sea de aquí». Y empezó una letanía en la que invocaba a un santón que solo se invocaba en las peores situaciones. «Dime que no has hecho ninguna tontería, por Dios, dímelo o me verás salir por la puerta con los pies por delante». Era el dramatismo exagerado de las mujeres como mi madre, pero yo era consciente de que esta vez sí la había hecho gorda. Cuando me pedía que le asegurara que no había hecho ninguna tontería, quería decir que no hubiera perdido la virginidad. Porque ¿qué «cristiano» decide a ciegas convertirse a una religión que no conoce así como así? Intenté calmarla: «Se va a convertir, se va a convertir». Ella me miraba sin mirarme: «Antes te tendrías que convertir tú, ¿no?» Y tenía razón, porque yo no era una creyente ejemplar, la fe me interesaba más bien poco, no había conseguido nunca coger el hábito de rezar todas las oraciones, no decía nunca ni «en nombre de Dios» ni «gracias a Dios». Era una agnóstica, casi atea. Y J. también. Por eso él se había ofrecido a participar en la farsa de la conversión. Y a casarse, claro. Pero mi madre seguía pasándose el trozo de papel estrujado por las sienes, la frente y haciendo preguntas para las que no esperaba respuesta: «¿Cómo va a convertirse? ¿Quién lo va a convertir? ¿Y cómo vendrá a casa si aquí la gente pide la mano? ¿Vendrá con sus padres? ¿Qué le haremos para comer? ¿Y cómo quieres que le cuente todo esto a Él? Nos matará. Primero a ti, pero luego a mí.

Cogió el cesto de la ropa y salió a la terraza. Esa misma tarde teníamos hora con la enfermera. Hasta entonces mi madre había ido bajando de peso a un ritmo constante, siguiendo al pie de la letra la dieta de no mojar pan. La enfermera la felicitaba muy efusivamente y casi nunca me necesitaba a mí como intérprete. Esa tarde el camino lo hicimos en silencio, oyéndonos la respiración entremezclada con el sonido de los coches de fondo. Los pensamientos me rodaban tanto dentro de la cabeza que me los podía sentir como bolas que rebotaban. También sentía los de mi madre. La decepción, la confianza traicionada. Y qué vergüenza cuando todo el mundo lo supiera. Si fuera chico, aún, un chico que consiguiera convertir a una mujer sería un orgullo para cualquier familia, pero al revés no se ha visto nunca. Las que se liaban con cristianos se fugaban con ellos y no volvían nunca más a casa. No los convertían.

Mañana, el quinto capítulo: ‘Ven, que tengo que decirte’.