Una de las canciones más hermosas de los Talking Heads titula la nueva novela de Maggie O’Farrell. En This must be the place, la voz de David Byrne explica una historia de amor en la que el paso del tiempo y el afecto, teñido de nostalgia, por un espacio en común, un refugio, un paraíso perdido («Hogar es donde quiero estar/ Pero creo que ya estoy allí»), se transforman en metáforas del desencanto y el apego, del movimiento de la vida y la fijeza imperturbable de un espejismo sólido, que tiene aspecto de estatua en un jardín abandonado.

Es esa una historia entre dos que O’Farrell multiplica sin descanso, agita hacia delante y hacia atrás, la cambia de sitio para ver cómo le sienta una luz nueva. La literatura, nos dice la escritora irlandesa, no puede ser lineal si quiere atrapar los requiebros del azar en toda su pureza; si pretende pillarnos tan desprevenidos como a sus personajes, ciegos en un mundo plagado de escaleras.

Así caminan, por separado y sin bastón, Daniel y Claudette cuando los conocemos. Él, lingüista, ha dejado a sus dos hijos en Estados Unidos para reinventarse a su lado en el más remoto rincón de Irlanda cuando un fantasma del pasado lo reclama a través de la radio, y sus ondas expansivas lo empujan a reencontrarse con aquel que fue y sigue siendo, un hombre autodestructivo. Ella, que huyó de su destino de actriz famosa, le espera sabiendo que algo va mal, que algo irá peor. Ambos son los protagonistas de Tiene que ser aquí, lo que no significa que sean los personajes más apasionantes de esta novela.

A decir la verdad, su arriesgada estructura se dedica a dispersar la imagen que tenemos de ellos a través de una miríada de secundarios -hijos e hijas, empleados y compañeros de viaje casuales- que se adueñan de un capítulo tras otro, en tiempos dispares, dándoles el suficiente espacio para que queramos saber más de su vida. Y aunque su funcionalidad narrativa está al servicio de ese matrimonio que se hunde, O’Farrell sabe darles una voz propia, hasta el punto que los episodios que protagonizan podrían leerse como un relato corto, autónomo, igual de fascinante que si los leemos como parte indivisible de un todo. Ni siquiera el capítulo en el que vemos una colección de fotos de memorabilia de Claudette que se subasta al mejor postor parece una salida de tono: para Maggie O’Farrell los pedazos del jarrón no solo se cuentan en palabras sino también en imágenes.

Los saltos temporales no son un capricho. Esta es la historia de una catástrofe en fragmentos, así que la discontinuidad nos permite entender que, en realidad, nadie cambia aunque todo cambie a su alrededor. «Los matrimonios no se acaban por una cosa que se dijo, sino por una que no se dijo», le advierte Rosalind a Daniel en cierto momento. Esa grieta que abre el silencio es también la grieta del tiempo.