Las novelas de autoficción, ahora tan en boga, dependen tanto de la voz del narrador, de su capacidad de evocación y de provocar emociones derivadas de lazos o secretos familiares, como de la entidad y empaque de esas familias, padres, hermanos con que, trasladados a roles de protagonistas, se pretende construir la novela.

El libro, mejor.

Pero si los dichos progenitores, abuelos, primos, antes de ser transformados en personajes librescos, no habían demostrado en la vida real demasiado interés, si sus vidas fueron rutinarias, grises, la historia a contar se resentirá, concluyendo por transformarse a menudo en una efervescencia literaria de un yo letraherido.

Si, por el contrario, esos seres próximos al autor reúnen un elevado interés humano, social, político, generacional, el libro de autoficción, al no necesitar apenas serlo, ganará mucho.

Fue el caso, por ejemplo de El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince.

Es el caso de El salto de papá, de Martín Sivak (Seix Barral).

En este extraño y extraordinario volumen, prologado por la argentina Claudia Piñeiro y prolongado en auténtico bombazo en la Argentina posperonista, surreal, corrupta y empobrecida que hoy subsiste entre las brasas de su propia autoficción, los personajes reales que inspiran el relato reúnen tal potencia que el narrador se limita a ponerlos en escena con precisión histórica, riqueza psicológica y un tono de irónica ternura.

Papá, el padre de Martín Sivak era Jorge Sivak. Su salto, el que dio desde la décimoséptima planta de un hotel de Buenos Aires, cayendo al vacío y perdiendo la vida el 5 de diciembre de 1990. Antes de saltar saludó fraternalmente a unos obreros que trabajaban en el edificio.

Jorge Sivak era argentino, judío, banquero y comunista. Todo junto, todo a chorro, habida su capacidad intelectual y su hipertensión ideológica. Hiperactivo, fue una máquina de crear negocios, empleos, convenios, aventuras empresariales. Su sueño marxista era una suerte de justicia universal, la utopía de elevar el poder del proletariado y de aplastar a esa burguesía que nunca le aceptó, aunque los Sivak llegaron a acumular propiedades y beneficios como cualquiera de las grandes familias argentinas.

Las contradicciones de Jorge Sivak, sus visitas a países del Este, a Moscú, para establecer lazos con esa última URSS, todavía roja; sus visitas a los presidentes argentinos, a Alfonsín, vestido de cualquier manera, con la camisa por fuera, la panza asomando, sin afeitar; a los líderes obreros; a los líderes revolucionarios, para negociar el secuestro de su hermano, asesinado por la mafia policial; su devoción por Marx y por la vela, por Lenin y por la buena mesa; por la honradez del trabajo manual y el perfume del poder político le llevarían a una esquizofrenia intelectual, y finalmente al suicidio.

El salto de papá es más que la historia familiar de los Sivak; nos revela la enfermiza intrahistoria reciente de una nación siempre febril: Argentina.