Desde hace ya muchos años, seguramente demasiados, la figura de Vladímir Putin es consustancial al orden mundial. Putin siempre está en el tablero y siempre juega. Lo hace discretamente, con frialdad, pero con una eficacia demoledora, o no seguiría allí, al frente de una de las mayores potencias del planeta: Rusia.

Pero, ¿quién es Putin?

Steven Lee Myers, periodista del New York Times especializado en asuntos rusos (no en vano estuvo siete años destacado como corresponsal en Moscú), debió hacerse esa misma pregunta, Y debió pensar que valía la pena responderla porque con particular empeño y asombrosos descubrimientos se puso a recopilar materiales y a documentar el pasado del dirigente ruso. El resultado ha sido una monumental biografía, El nuevo zar, recién editada por Península.

En sus páginas, el autor nos ¡nvita a descubrir a una personalidad más fría que el paladar de un oso polar. Formado ideológicamente y tácticamente forjado en el servicio secreto, en el KGB, el joven Putin veló como agente soviético sus primeras armas en la Alemania Oriental de Honecker y la Stasi. La leyenda sostendría que fue el último agente en abandonar su puesto, la sede del espionaje soviético y que dio la cara arma en mano, evitando el expolio de datos secretos.

Esa misma fidelidad perruna le ganaría la confianza de uno de los nuevos líderes post--perestroika, Shoback, un rival directo de Yeltsin que saldría elegido alcalde de San Petersburgo.

Putin se convirtió en su sombra y pronto llegaría a ostentar el cargo de vicealcalde, con un poder muy considerable, en una época en que la vieja economía estatal soviética tornaba hacia un mercado y un capitalismo salvajes, y en que Moscú y San Petersburgo, controladas respectivamente por Yeltsin y Shoback, competían por hacerse un hueco en el mapa de las grandes ciudades.

Como alto funcionario municipal, Putin siguió demostrando una capacidad organizativa fuera de lo común. Fue él, por ejemplo, quien coordinó la visita de Bill Clinton, por entonces presidente de los Estados Unidos, y quien negoció con los también norteamericanos Ted Turner y Jane Fonda la celebración de un sucedáneo de los Juegos Olímpicos. Precisamente estaba despachando con ellos cuando su mujer, Ludmila, sufrió un accidente de coche y tuvo que ser trasladada a un hospital. Putin fue informado, pero no por eso abandonó la reunión con Turner y Fonda.

Shoback caería en desgracia, acusado de corrupción, pero Putin había consolidado su prestigio a ojos de Yeltsin y siguió prosperando y progresando en aquella Rusia convulsa. Representando siempre, en apariencia, los intereses del Estado, no en vano sus informes anticorrupción llevaron a juicio a más de cuatrocientos funcionarios de otras cincuenta regiones o repúblicas rusas. Pero nadie pudo demostrar jamás que se lucrara. Cuando su dacha ardió, consiguió salvar un maletín con ahorros de toda su vida: cinco mil dólares.

El poder le esperaba y finalmente lo encumbró. ¿Hasta cuándo?