"Los judíos no tienen derecho a vivir en Alemania", espetó Curt Bruns, capitán de la Wehrmacht y ferviente nazi, a Murray Zappler y Kurt Jacobs, a quienes varios soldados alemanes recién liberados habían identificado como los "judíos de Berlín" que les habían interrogado días antes en la región belga de las Ardenas, en 1945, tras la famosa y sangrienta batalla. De nada sirvió a Zappler y Jacobs pertenecer a la 106ª División de Infantería americana, tener la nacionalidad estadounidense y rogar que se les tratara como prisioneros de guerra. Fueron separados de su grupo, que se había rendido poco antes, llevados a un descampado y fusilados por la espalda.

Zappler y Jacobs fueron dos de los cerca de dos mil jóvenes soldados judíos alemanes a los que se conoció como Ritchie Boys, graduados en el campo secreto de adiestramiento de los servicios de inteligencia de EEUU, en Maryland, y que, nacidos y criados en Alemania, huyeron del acoso del Tercer Reich para volver de adultos a luchar contra Hitler.

"Librábamos una guerra estadounidense y, al mismo tiempo, otra muy personal. Trabajábamos más duro de lo que cualquiera hubiera podido impulsarnos. Éramos cruzados. Esa era nuestra guerra. Teníamos que derrotar a los nazis", señala Guy Stern, uno de los seis supervivientes a través de cuyas voces y testimonios de primera mano el periodista y escritor Bruce Henderson rescata en 'Hijos y soldados' (Crítica) su historia, una de las más olvidadas de la segunda guerra mundial.

Muchos de aquellos "chicos del campo Ritchie" habían escapado de Alemania siendo niños y adolescentes tras la Noche de los Cristales Rotos, en 1938, cuando los nazis abrieron sin tapujos la veda para la persecución de judíos. Habían dejado atrás a sus familias y no habían vuelto a saber de ellas hasta después de la derrota nazi. Refugiados en Estados Unidos, conocían perfectamente "el lenguaje, la cultura y la psicología" del enemigo. Y tenían la mejor motivación para regresar a Europa y combatir a Hitler: "No solo les animaba el patriotismo que sentían hacia su nuevo país sino el vengarse personalmente", explica Henderson en el libro. Los estadounidenses pronto vieron en ellos un potencial perfecto que moldear para convertirlos en expertos interrogadores de prisioneros de guerra alemanes y para recabar información táctica.

Tras completar el adiestramiento en Camp Ritchie fueron repartidos en pequeños grupos de élite de entre cuatro y seis hombres dentro de las unidades de combate del Ejército de EEUU. Participaron en el desembarco de Normandía, avanzaron con el general Patton por Francia, llegaron a las Ardenas y descubrieron con sus propios ojos el horror del Holocausto entrando en el campo de Buchenwald, uno de los primeros en ser liberados por los aliados, y donde uno de ellos, Manny Steinfeld, temió hallar a su madre y su hermana entre los cientos de cadáveres.

Antes de volver a Europa, quien ya había sufrido en propia piel lo que era un campo de concentración era Martin Selling, que en 1938 fue arrestado en la Noche de los Cristales Rotos y enviado a Dachau, el primero creado por los nazis, ya con el cínico cartel de 'Arbeit macht frei' (El trabajo os hará libres). Tras sus alambradas, un primo suyo solo había sobrevivido tres meses en 1933. Liberado meses después, logró emigrar a Estados Unidos. Su primera motivación era "volver y vengarse física y emocionalmente en los soldados del Tercer Reich" pero cuando se encontró frente a ellos, interrogándolos, descubrió que en realidad no era tan "mezquino ni rencoroso".

Sin embargo, no toleraba "las réplicas insolentes o las lecciones de los nazis más acérrimos, en particular las de los miembros de los SS" que, como apunta su compañero Werner Angress "exhibían la arrogancia de la supuesta raza superior". Ante ellos, Selling no dudaba en dejar caer que había estado en Dachau. Sabían de qué hablaba: la mayoría empezaba en seguida a responder sus preguntas. Uno de ellos se asustó tanto "que perdió en el acto el control de sus esfínteres".

La prepotencia de un SS también acabó con la paciencia de Stephan Lewy, que huérfano de madre había sido enviado por su padre a Francia tras el asalto nazi al orfanato berlinés donde estaba internado. A un 'mudo' comandante nazi arrestado, que llevaba consigo una carta donde prometía arrojar "de vuelta al océano a esos monos arrogantes y bocazas del Nuevo Mundo", le obligó a cavar su propia fosa y a escribir su nombre en dos tablillas que debían formar la cruz de su tumba. Y habló; aunque Lewy, confiesa, no se sintió "orgulloso" de ese "maltrato psicológico", ya que, como respondía Angress a los prisioneros que le preguntaban si les torturaría o fusilaría: "No, al fin y al cabo, no somos nazis".

A Angress su padre le había conseguido un aval para viajar a América en 1939, después de huir con su madre y hermanos a Amsterdam, antes de la ocupación alemana. En las Árdenas, un coronel recién llegado al frente se percató de su acento alemán y mandó arrestarlo convencido de que era un espía. No era la primera vez que los Ritchie Boys tenían problemas o debían soportar las "burlas y desconfianzas" de los soldados de su propio Ejército por su origen germano. Peor lo pasó Victor Brombert, que tras desembarcar en Omaha, estuvo a punto de ser fusilado por los de su propio bando en un control de carretera porque los soldados detectaron su acento, creyeron que era un alemán con uniforme estadounidense y él no supo responderles quién había ganado ese año la serie mundial de béisbol...

"Éramos brillantes y estábamos estábamos al servicio de la causa, en la mayoría de los casos no éramos guerreros expertos ni por asomo, pero no cabe duda de que nos entregamos de corazón a lo que hacíamos", resume Brombert, que había desembarcado en Omaha y llegado hasta Aquisgrán, en la frontera alemana. Ejemplo del ingenio que desplegaron fue Guy Stern, quien junto a su colega Fred Howard, inventó una estrategia infalible para hacer hablar a los interrogados: como lo que más temían los nazis era a los rusos, se hizo pasar por el comisario soviético Krukov, que les amenazaba con deportarlos a Siberia. Funcionaba. También usaron a prisioneros alemanes comunistas o de probado antinazismo como confidentes infiltrados que sacaban información del resto. Uno de ellos fue quien denunció el crimen de guerra contra Zappler y Jacobs.

A medida que los aliados penetraban en Alemania, explica Stern, tenían a más guardias de campos de concentración entre los prisioneros a interrogar. "No querían o eran incapaces de entender la enorme dimension de sus actos y se negaban a aceptar cualquier responsabilidad". Muy pocos de los Ritchie Boys volvieron tras la guerra a su país natal. Algunos, como Lewy, se dedicaron a contar sus experiencias en institutos. "Quizá si suficientes personas nos escuchan, la historia no se repita. Solo deseo que hayan aprendido la lección".