Son las dos de la mañana y por fin me atrevo a abrir el correo electrónico que llega desde Tristan da Cunha: «It is with deep regret and profound sadness that I inform you that…». La primera línea preludia el peor de los presagios: la señora Swain, mi casera, quien iba a ser mi landlady en la isla anhelada, en esa aldea de nombre imbatible, Edimburgo de los Siete Mares, falleció hace cinco años de una neumonía mal curada. Me escribe su sobrina, que firma como Lizzy una carta muy británica en su tono y comedimiento, todo lo británica que cabe a 10.000 kilómetros de Londres.

Apago el portátil sintiendo algo parecido a la pena. Qué ridiculez. Nunca conocí a la señora Swain en persona y ni siquiera le contesté el último correo electrónico que me envió, hace una década. ¿Y entonces? ¿A qué viene esta grieta finísima, como de porcelana rajada? Una fisura egoísta, supongo, de ilusión truncada, de lo que ya no podrá ser. Ni dispongo ya del dinero ni del empuje suficientes como para escaparme durante un año a Tristan da Cunha, en los confines del Atlántico sur, y, en cualquier caso, ya no querría hospedarme en otro lugar que no fuera la casa de missis Swain, con su techado de paja. ¿Para qué? Ya nada sería lo mismo.

Sueño recurrente

Sin embargo, debo confesar que ha regresado -y con una fuerza inusitada- el viejo sueño recurrente desde que empecé a pensar en estos relatos. El sueño se me repitió durante años en distintas versiones; en unas angustioso, como los suspensos en una facultad fantasmagórica; en otras, placentero. En el último mes he soñado casi todas las noches con Tristan da Cunha. En la primera ocasión, un galeón se estrella contra los farallones, y los habitantes de la isla nos apresuramos a recoger el increíble cargamento, libros, montones de libros encuadernados en cuero que el oleaje arrastra hasta los guijarros de la estrecha lengua que llamamos playa. La isla del tesoro, Robinson Crusoe, El corazón de las tinieblas... No parece importarnos que chorreen agua salada; sabremos cómo salvarlos en el secadero de pescado. A lo lejos, la señora Swain me muestra con alegría, agitándolo en el aire, un ejemplar recién pescado que vendrá a casa: Jane Eyre.

En otro sueño, la casera sirve la cena para las dos: patatas de su parcela asadas con piel, apetitosas y humeantes. Pero en cuanto clavo la punta del cuchillo en el tubérculo, de su interior emerge algo parecido a la sangre, un líquido espeso y muy rojo. Y la noche del lunes le tocó el turno al volcán, que entraba en erupción como en octubre de 1961, cuando tuvieron que evacuar la isla al completo. Pero extrañamente, en la fantasía, los borbotones de lava no queman: son pegajosos y fríos como el blandiblup.

¿Por qué sueño de nuevo? ¿Por qué regresa la isla a picotear en mi cabeza? Hace un par de semanas, se lo conté a mi buen amigo el escritor Víctor Andresco, un hombre leído y muy viajado, que se rio de lo lindo con la anécdota. Luego se quedó pensativo. Y al rato salió hablando de unos indígenas en el Amazonas, cuyo nombre no recordaba con exactitud, que habitan en algún lugar de la selva entre Ecuador y Perú, una tribu para la que los sueños constituyen una parte esencial de la existencia, una guía, una forma de resolver las inquietudes más íntimas. En cuanto amanece, se comparte la cosecha de delirios nocturnos con el chamán, que descifra sus claves oníricas. Por ejemplo, si los hombres han soñado con montones de animales, significa que los dioses bendecirán la jornada con una buena cacería.

Enciendo el ordenador de nuevo. Tecleo los cuatro datos y, zas, con un poco de paciencia emerge la tribu de los záparas de entre la bruma sucia de internet. Un puñado de ellos vive en una aldea bastante inaccesible llamada Llanchamacocha. Para alcanzarla es necesario llegar hasta un pueblo llamado Shell -pueblo es mucho decir; más bien se trata de un puñado de chozas agolpadas junto a la pista de aterrizaje de la compañía petrolera- y tomar allí una avioneta que sobrevolará durante 25 minutos la selva amazónica hasta el poblado, junto a una boa de agua del color de la tierra. Un afluente del río Marañón.

Sigo navegando. Niños en canoa. El espíritu del animal que te guiará. Repelente de insectos. Botas de lluvia. Ceremonia de la ayahuasca si se dan las condiciones. Tapones para los oídos. Pasaporte y copias del pasaporte. Los calcetines es mejor llevarlos de lana o sintéticos que de algodón.

Necesito otra isla. Una isla tierra adentro: Llanchamacocha.

Mañana, primer capítulo del relato de Care Santos.