Los candiles de Albarracín, de Edith Scott Saavedra (publicada en EEUU y en España por la editorial Floricanto Press), es un texto delicioso, narrado bajo la lúcida e inocente mirada de dos niñas, Sara y Reyna, hijas de un médico judío que sana las dolencias de sus pacientes sin importarle su fe. Ello les permite, través de sus vivencias, transitar por numerosas localidades y barrios, dando voz a las tres religiones confesionales que mantienen un delicado equilibrio, cuya fragilidad se hace evidente en el reinado de los Reyes Católicos.

A este tríptico de creencias y cosmovisiones se suma el universo liminar de los conversos, tanto sinceros como forzados, cuya identidad en ocasiones tiene que ocultarse bajo el velo del fingimiento tras la instauración de la Inquisición en 1484, cuyo tribunal se enfrentará a un duro litigio, basado en argumentos jurídicos, que le opondrá el Concejo de Teruel, reivindicando sus fueros y libertades, en cuyo gobierno existen significados linajes de conversos, integrados en la oligarquía de la ciudad.

Edith Scott -cuyas raíces se remontan como mínimo a sus ancestros sefardíes que emigraron al istmo de Panamá a comienzo del siglo XVII- posee una sólida formación académica, no en vano obtuvo su Juris Doctor cum laude, en la Facultad de Derecho de la Universidad de Harvard, y es una apasionada de la Literatura Española. La autora ha precisado más de siete años de intensa investigación, inspirándose en los procesos inquisitoriales coetáneos, muchos en estilo directo y en primera persona, gran parte de cuyos vocablos siguen vivos entre sus descendientes actuales. No en vano, la novela nace, de un lado, de la fascinación que sintió ante la contemplación de la hanukiyá en cerámica esmaltada que se exhibe en el Museo Provincial de Teruel, en cuyo borde las candiletas presentan unos motivos oculados, que parecen interpelar a quien los mira y, de otro, de la inspiración de la vida del sabio rabino Isaac Luria.

GENTE Y TERRITORIO

En sus páginas se explora el mundo de las emociones, las creencias y las redes amicales transculturales, así como el drama y el impacto espiritual de las personas que hubieron de abrazar el cristianismo como medio de supervivencia y no por convicción, manteniendo su identidad a través de la gestualidad de los símbolos culturales -festividades, usos culinarios, observancia del Sabbat, etc-. Son biografías de personas comunes que habitaban los distintos barrios de Albarracín, con las peculiaridades típicas de la serranía, muy entrañada con la naturaleza, a veces hostil, cuyos habitantes están vinculados con lazos de amistad y parentesco o por motivos profesionales con las aljamas de Calatayud, Teruel o Valencia. Desfila, así, toda una galería de personajes de la época, intentando ser coral, pues no es posible reflejar todos los perfiles de la geografía humana que habita su territorio.

Sus lindes se enmarcan en la microhistoria, lo que permite acercarse a vidas anónimas, evocadas con fuertes dosis de nostalgia, donde se mezclan la grandeza y la miseria del ser humano, la solidaridad, el amor, la amistad, pero también el odio, el rencor, la delación y la murmuración. Sin embargo, se huye de los estereotipos y las categorías, porque la realidad es mucho más compleja y fluida.

De modo subterráneo, casi subliminar, al igual que la Cábala, el texto brinda numerosas lecturas, ya que posee un trasfondo espiritual, un peregrinaje a lo oculto basado en la sabiduría del Zohar, la Torá, el Talmud, el Sidur, así como de los poetas y filósofos musulmanes y judíos, muchos de los cuales fueron acogidos en la Corte Real de la Aljafería. Es un camino iniciático y espiritual de la autora, cuya abuela encendía la hanukiyá en secreto, enraizando así con sus creencias más profundas gracias al simbolismo de la luz, en cuanto símbolo de la presencia divina. Pero además de espiritualidad, gastronomía, poesía, festividades, bodas, danzas… luces y sombra, alegrías y tristezas, se reivindica una narrativa femenina, una sabiduría de mujer a mujer, de la que no ha quedado apenas impronta, pues se transmitía por vía oral en círculos igualmente femeninos.

PASADO COMÚN

Se trata de recrear y recuperar la memoria multicultural y tolerante, que fue una de las señas de identidad de Aragón a lo largo del Medievo y que comenzó a frustrarse con la expulsión de los judíos en 1492, decretado cuando invadía a los monarcas la euforia tras la conquista del último reducto nazarí. Los candiles de Albarracín, en suma, constituyen una invitación a la lectura, pues la grandeza de la escritura radica en transformarse con la mirada de cada persona que se acerca a un libro y que le dota de una nueva impronta, una nueva luz, la de sus ojos, su belleza y su experiencia vital. La herencia que aquí se rememora, la de los sefardíes y la de los conversos, que en ocasiones vivieron un exilio interior, es un poco, un mucho, nuestra, y hunde sus raíces en un pasado común que explica y sustenta nuestro presente.