Entre todos los cineastas españoles, solo Pedro Almodóvar ha estado en Cannes más veces que Jaime Rosales (Barcelona, 1970). Casi todas sus películas han sido invitadas por el festival. La sección Una Cierta Mirada acogió La soledad (2007) y Hermosa juventud (2014), mientras que en la Quincena de Realizadores participó primero con Las horas del día (2003), luego con Sueño y silencio (2012) y ahora vuelve a hacerlo con Petra, una absorbente tragedia griega protagonizada por Bárbara Lennie.

Petra es su sexta película, y su quinta presencia en Cannes. ¿Qué siente al respecto? Esta vez me siento aún mejor que las anteriores, porque esta película ha sido muy dura. Todas lo son, pero esta lo ha sido más porque nace de una reflexión muy profunda que me llevó casi un año. Estos últimos días he estado durmiendo mal. Pero en cuanto llego a Cannes me siento completamente en mi salsa. Me encanta este lugar. Tiene una energía increíble.

Qué tipo de reflexión llevó a cabo? Pensé sobre todo en el espectador. Es muy difícil contentar al público al que yo me dirijo, porque me exige hallar un equilibrio entre lo industrial y lo artesanal, y ofrecer algo que resulte accesible pero sin renunciar a mis ideas. El espectador que busco no necesariamente tiene que disfrutar con el tipo de cine denso y opaco que a mí solía interesarme mucho, aunque ya no tanto, pero por otro lado no debe conformarse con ver pasivamente la enésima secuela de Los Vengadores.

Entre los personajes de Petra hay un pintor que se dedica la película a hacer el mal. Crea belleza pero está esencialmente corrompido. ¿Por qué decidió vincular arte, belleza y maldad? No lo hice conscientemente. De todos modos, es necesario romper el mito de que el arte hace mejores a las personas. No es así. El arte te enriquece como persona, pero no necesariamente te repara moralmente. Ahora, cuando alguien no ha sido expuesto al arte y no tiene una sensibilidad desarrollada, siento que se pierde parte de la experiencia humana.

¿Diría que para tener éxito artístico hay que corromperse? Bueno, el éxito requiere cierto compromiso, cierta atención a las tendencias y cierta astucia para explotarlas. Yo no me identifico particularmente con los artistas populares, pero tampoco creo que estén poseídos por una pulsión diabólica.

La película adopta sigue los métodos de la tragedia griega. ¿Qué le interesó de esa forma narrativa? Durante el periodo de reflexión que mencionaba revisité los libros de David Mamet y la Poética, de Aristóteles, y me di cuenta de que me apetecía explorar la tragedia. Y me puse el reto de hacerlo en el mundo contemporáneo, en el que hubiera muerte y violencia, y se abordara la cuestión de los lazos familiares, y se meditara sobre los secretos y sobre cómo se rompen.

La idea del perdón aparece en Petra y, de hecho, en buena parte de su cine. ¿Por qué? Supongo que tiene que ver con mi educación católica. Creo que perdonar es algo muy difícil, y por eso el ejemplo supremo de perdón es el de Cristo, que perdona a los que lo están matando. Yo he conseguido perdonar, pero me ha llevado años, incluso por afrentas relativamente pequeñas, y creo que por eso le atribuyo tanto valor. Y lo que está pasando en España últimamente deja claro que somos un país muy malo a la hora de pedir perdón y buscar la reconciliación.

¿Diría que es su obra más clásica? El guion es clásico, aunque hay rupturas en el tiempo narrativo. He trabajado con actores muy conocidos, pero también con no actores. La cámara a veces está en el eje de mirada, pero a veces se aleja. Es mi película más clásica, sí, pero coquetea con la vanguardia. Cada vez tengo más claro que la vanguardia tiene sus peligros. Pienso en una película como Elephant, de Gus van Sant, que se estrenó en Cannes el mismo año en el que yo debuté en el festival. Es una película capital, que influyó tanto al cine de autor como a un cine americano más comercial, pero actualmente sus hallazgos ya se han convertido en una fórmula agotada. Lo mismo les pasa a muchos otros cineastas. Antes que ver otra película de [el director portugués] Pedro Costa, por ejemplo, prefiero cortarme las venas.

Por lo que dice, da la sensación de que últimamente la forma que usted tenía de pensar en el cine ha entrado en una crisis profunda. Es cierto. Todos los artistas tienen una etapa de aprendizaje en la que están muy influenciados por sus coetáneos; y los artistas relevantes llegan a dar con una matriz, que se convierte en base de todo su trabajo posterior. Yo di con mi matriz en mi cuarta película, Sueño y silencio (2012), pero el problema es que el mundo no la aceptó. Fue un desastre de taquilla. Entré en crisis, y me di cuenta de que tenía dos opciones: o decidía que el mundo no me entendía y me convertía en un mártir, o bien me renovaba. Opté por renovarme. Mis siguientes películas, Hermosa juventud (2014) y ahora Petra, tienen en común la necesidad de escapar de Sueño y silencio.

Kirill Serebrennikov, rock contra la censura

Está claro que a Kirill Serebrennikov le va la marcha. Pese a encontrarse en situación de arresto domiciliario tal vez por sus opiniones sobre el régimen de Vladimir Putin, el director ruso ha presentado hoy en Cannes -in absentia, obviamente- una obra que en buena medida funciona a modo de homenaje a los artistas que sufren el desprecio y la censura de gobernantes represores. En concreto, Leto recrea la activa escena rockera de la Leningrado de principios de los 80.

En el proceso, la película logra esquivar varios de los clichés argumentales típicos de los biopics habituales. De hecho, no se muestra especialmente interesada en cuestiones como la historia y los personajes; le interesa más la evocación de ambientes y atmósferas. Es una obra que funciona a ratos, y en concreto los ratos que mejor le funcionan son una serie de febriles secuencias de fantasía musical, entre ellas una en la que un tren lleno de jóvenes músicos aterroriza al resto de pasajeros con una maníaca versión del Psycho Killer, de Talking Heads.

También presentada hoy en la pugna por la Palma de Oro, la cinta egipcia Yomeddine sería simplemente una road movie más de no ser por un detalle: tanto su protagonista como el actor que lo encarna son leprosos. En su intento constante de hacernos empatizar con la condición de su personaje y celebrar su resiliencia, el director debutante A.B. Shawky no se anda con sutilezas: la película se sostiene sobre situaciones inverosímiles, momentos de comedia gruesa o de dramatismo histérico, y frases de diálogo demasiado artificiosas como para resultar creíbles en boca de quienes las pronuncia.