Era mucho más que el guionista de Buñuel. Escribió cerca de 140 películas, para cineastas tan distintos como Jacques Tati, Louis Malle, Jean-Luc Godard, Milos Forman, Costa Gavras, Andrzej Wajda, Nagisa Oshima, Volker Schlöndorff, Jean-Paul Rappenau, Carlos Saura, Michael Haneke o Fernando Trueba.

Todo eso sin olvidar su formidable adaptación teatral del Mahabharata para Peter Brook o su propio texto dramático La controversia de Valladolid, sobre la conquista española del Nuevo Mundo, adaptada a la pantalla por Jean-Daniel Verhaeghe. También escribió letras de canciones para Boris Vian, Juliette Gréco, Brigitte Bardot y Jeanne Moreau. Y hay un cierto Carrière, que algunos podrán considerar menor, pero que revela al extraordinario profesional y contador de historias que alentaba en él, como sus manuales de guion o El círculo de los mentirosos, ese florilegio de fábulas europeas y americanas, de origen zen y sufí, chinas y judías, hindúes y africanas. O su texto para la novela gráfica Le ciel au-dessu du Louvre, con dibujos de Bernar Yslaire. Y quien quiera comprobar la categoría intelectual del personaje sólo tiene que leer su confrontación en 2009 con Umberto Eco en Nadie acabará con los libros. Es bien conocida la erudición del profesor italiano, su agilidad como polemista, su capacidad narrativa y divulgativa. Pero le ganaba Carriére, con una cultura más diversificada y los reflejos bien entrenados del extraordinario conversador que siempre fue.

Si, a pesar de todo eso, es inevitable recordarle como el guionista de Buñuel es por las seis películas que escribió con él entre 1963 y 1977, o los guiones nunca filmados, como Là-Bas, El monje o Agón. Y también por sus memorias, Mi último suspiro. Se ha dicho, no sin razón, que en esa filmografía francesa sus películas carecen de la garra y la frescura de las mexicanas o españolas. Pero hay que calibrar la dificultad de ese tipo de cine en plena convulsión de la Nouvelle Vague, cuando se estaba reformulando el lenguaje fílmico de arriba abajo y el surrealismo era ya pasto de manuales. No fue tarea fácil, y Carriére se reveló como un compañero de fatigas tan eficaz como discreto,

Tras la muerte de Luis en 1983 siempre estuvo dispuesto a echar una mano en todo lo relacionado con él. Esto valía para un documental, una entrevista periodística o una investigación universitaria. Yo mismo lo puedo acreditar, en muy diversos momentos. Allí estuvo, en el Centro Pompidou, o en el Festival de Venecia, cuando tuvimos que presentar algún libro sobre Buñuel. O en mesas redondas que recuerdo en otros lugares, como cuando vino a Teruel para las jornadas surrealistas que organizamos allí en 1993, junto con Carlos Saura.

Con este último coincidimos en Toledo en el año 2000, durante el rodaje de la película Buñuel y la mesa del rey Salomón. Saura y yo urdimos un guion en el que imaginábamos a un productor de origen judío inspirado en Serge Silberman, que había financiado las películas francesas de Luis. Habíamos concebido el personaje para que lo interpretase Jean-Claude, quien aceptó encantado. Recuerdo muy bien el corte que me daba oírles hablar a él y el Gran Wyoming (que interpretaba a Buñuel) con diálogos que yo había escrito para ambos. A saber lo que pensaría en ese momento de mi trabajo como guionista. Pero lo cierto es que estuvo encantador. Lo imprevisible vino después, en una secuencia en la que debía dirigirse a una ceremonia judía en la sinagoga de Santa María la Blanca. Carrière iba con todos los arreos propios del caso, ya maquillado, y de pronto, en plena calle, se encontró con unos vecinos de París que hacían turismo y no se dieron cuenta de que se trataba de un rodaje. Lo reconocieron y, al verlo vestido de aquellas maneras, le dijeron, sorprendidos. "Pero, Jean-Claude, no teníamos ni idea de que usted era judío". Él, sin detenerse para no malograr la toma, no necesitó de la asistencia de ningún guionista bisoño para improvisar, de cosecha propia: "Yo tampoco… es lo que tiene Toledo".