«Nunca un peón es solo un peón. Confinado a un tablero y con los movimientos limitados a su gregaria condición, integra un bando, sirve a un rey, obedece a una mano». Pero también: «Todo peón es una dama en potencia, y esa creencia, salvífica, suele ser su perdición». Los pasajes pertenecen a El peón, delicado libro del valenciano Paco Cerdà (Pepitas) que recupera la figura del niño prodigio del ajedrez Arturo Pomar y que en los últimos meses se ha visto arrastrado por la fiebre ajedrecística despertada por la miniserie de Netflix Gambito de dama que ha hecho que se agoten también los tableros en las tiendas. Ahora, El peón acaba de recibir el prestigioso premio Cálamo.

La documentada crónica -Cerdà es periodista y delegado de Asuntos Culturales del gobierno valenciano de Ximo Puig- construida con materiales literarios se estructura a partir de los 77 movimientos de la partida en la que Pomar, treintañero y perdida ya su prometedora aura, se enfrentó en Estocolmo a un adolescente norteamericano engreído y excéntrico llamado Bobby Fisher. Era 1962. Esa fecha le sirve al autor para establecer un metafórico tablero político, en el que Pomar, pero también Fisher fueron meros peones.

Pero vayamos a los orígenes del fenómeno Arturo, o mejor dicho Arturito, Pomar, un chico de familia humilde mallorquín, callado, diligente y manipulable que se convirtió a mediados de los años 40 en el primero de esos niños prodigio que tanto gustaron al franquismo, llámense Joselito, Pablito Calvo o Marisol. Fue tan famoso que todavía no había cumplido 15 años y ya se publicó una biografía suya que «hasta el linotipista, el carpintero y el sereno querían conocer», como rezaba la publicidad de la época. «El éxito de Arturito, que llegó incluso a las páginas del Times, distorsionaba la realidad en blanco y negro de la época y ayudaba a tapar las evidentes carencias del país de una forma muy efectiva. Era pan y circo, aunque la verdad es que pan había más bien poco», contextualiza Cerdà.

Entonces, el ajedrez solía ocupar en España las últimas páginas de los periódicos deportivos pero Pomar, que llegó a hacer tablas con el campeón del mundo Alexander Alekhine a los 12 años, copó las portadas de la prensa en general, fotos con Franco incluidas. Sin embargo, ese momento de gloria duró poco. Al régimen le interesaban mucho los niños prodigio pero muy poco el ajedrez.

En Estocolmo, un Arturo de 31 años, gris funcionario de correos tiene que pedir días de permiso sin sueldo para acudir al torneo. «La Federación de Ajedrez reclama medios para ayudarle pero en el ministerio lo sancionan por su osadía. Llega solo, con un libro básico de 15 pesetas sobre aperturas y se enfrenta a gigantes con preparadores», cuenta el autor.

Otro hilo invisible une a Pomar con Fisher, quien una década más tarde en su enfrentamiento con Spasski, ejemplificará la Guerra Fría sobre un tablero. El español y el americano, tan discreto uno, tan explosivo el otro, acabarán teniendo problemas mentales, en el caso de Fisher mucho más acusados. «A priori, siendo tan diferentes los modelos, la España de Franco y el Estados Unidos de Kennedy manejaron a sus campeones con estrategias similares para satisfacer sus intereses».

Pomar y Fisher no son los únicos. El año 62 es rico en piezas manipuladas, puestas en jaque o destrozadas por el régimen franquista como Marcos Ana, Julián Grimau o Salvador de Madariaga en el Contubernio de Múnich. Otros tantos aparecen en un Estados Unidos en lucha por los derechos civiles de la comunidad afroamericana.

Tras el duelo con el maestro estadounidense, Pomar, el hombre sin ambición, tuvo que enfrentarse además a la muerte de uno de sus siete hijos. Se instaló en Sant Cugat del Vallès, donde vivió el resto de su vida y trabajó en la Diputación de Barcelona. «Quizá algunos vean un defecto en esa falta de ambición, pero a mí -cuenta Cerdà- me cautiva su resignación. Cataluña le debe un homenaje a uno de sus más grandes ajedrecistas», se queja Cerdà