El pasado miércoles comimos lamprea. ¿Y a mí qué, pensará usted? De entrada, resulta interesante constatar que de diez comensales tan solo tres habían probado tan racial y clásico pez. Un plato a la bordelesa que bordó Manolo Roig en el Cadillac, perteneciente al recetario clásico francés y gallego.

Sin embargo, los comensales sí conocían el pan bao, las salsas tailandesas, toda suerte de sushis y sashimis, además de ser avezados elaboradores y consumidores de ceviches.

Quiérese decir que algo está pasando, y nada bueno, en el panorama culinario y gastronómico español. Bien está que conozcamos y presumamos de cocinas exóticas, pero también deberíamos aplicar el mismo interés a las nuestras.

Volviendo a la lamprea, ya se sabe que es difícil de conseguir, pero tampoco abunda aquí la carne de Kobe y todos se lanzan a probarla. Mientras tanto las tortillas de hinojo, las sopas de bisalto, los chilindrones de verdad, los fardeles, van desapareciendo de nuestras mesas y barras.

Los jóvenes cocineros esferifican y espuman sin complejos, pero necesitan un tutorial para abordar un simple cocido o, no sigamos ya, un salmis, guiso tras un adobo en vino y la sangre del animal, que es como se cocina la lamprea. Proliferan los ternascos a baja temperatura, mientras cuesta encontrar un asado en su punto, jugoso y crujiente.

Será la modernidad, pero la cocina se está uniformizando, perdiendo unas raíces que le dotan de sentido y cercanía. Y dado que se ha roto la cadena de trasmisión de sabiduría deberán ser los propios restaurantes quienes asuman el reto de mantener nuestra historia. En Francia así es, aquí…