Ya le fallaban las piernas a Fernando Lázaro Carreter aquel día de finales de octubre del 2002 cuando, invitado por el catedrático Juan Antonio Frago llegó a Magallón y, según le escribía al alcalde días después, "visitamos la iglesia, fuimos a mi calle y a la casa de cultura para que mi nieto Fernando José me retratara y viera cuánta fue la gratitud que le debo a Magallón". Aquel día y en un aparte en la esquina de la iglesia sobre el campo, Lázaro Carreter le expresó a Fernando, su hijo, su deseo de que le enterraran en ese pueblo.

Y ayer por la mañana, nueve días después de muerto, el maestro regresó definitivamente a Magallón incinerado, en una pequeña bolsa verde que portaba su hijo. Apenas 40 personas, los más íntimos, atravesaron el cementerio hasta llegar al paredón del fondo, acompañando a la viuda y los tres hijos. De la bolsa verde salió una urna cilíndrica. Y allí a la derecha, en la hilera de abajo, tras unos breves responsos ("En los brazos de Dios te he dejado, en los brazos de Dios..."), dejaron esa urna, que se quedó sola, de pie, en el centro del nicho, mientras el sepulturero municipal aplicaba una tapa exacta al hueco.

LA SEPULTURA

Y en aquella esquina de gravilla, más allá de las salmodias del cura, agotadas todas las palabras en la mañana de invierno con el cielo gris oscuro y sin pájaros, sonaba al final seca y dulce la paleta, las rascadas precisas del enterrador como un réquiem escueto que él hubiera apreciado tanto.

Un amigo y paisano suyo, Joaquín Vicente Barrios, había llevado allí su primer libro El habla de Magallón , la tesis doctoral sobre palabras como coto =duro o dos juadas que equivalen a una hectárea. "Yo siempre le llamaba por teléfono, temía escribirle por temor a su censura", recordaba.

La hija mayor de Lázaro, Clara Eugenia, sostenía desde atrás con cariño los hombros de su madre, mientras el hombre de las zapatillas deportivas blancas y el escudo municipal en el jersey repasaba con agua las juntas en el silencio poblado de signos: el choque del asa contra el cubo o la rascada del ramo como punto final. Después, los pésames.

El presidente de la Academia de la Lengua, Víctor García de la Concha, dijo que resultaba "inevitable" recordar "algo en lo que él insistía mucho en los últimos meses: "No sabes lo que significa no poder conjugar el verbo hacer más que en pasado". Y también: "cuánto siento dejar de vivir".

Invitado a pronunciar el discurso inaugural de la Academia, aceptó a regañadientes, porque se sentía debilitado, pero con la idea de que sería su último servicio, y fue acompañado de toda la familia, de los nietos, en lo que iba a ser su última lección. "Y resultó verdaderamente simbólico, porque yo tuve que decirle a su Majestad el Rey que Don Fernando no podía recibirle a la entrada a la Academia. Y el Rey, con esa humanidad enorme, grandísima que tiene, fue hacia él y le dió un abrazo larguísimo, que encerraba muchas cosas. Bueno, pues todo eso se ha resumido en un acto tan sencillo como depositar sus cenizas en un nicho sencillo, como uno más, entre los nombres de Magallón".