No ha llegado a serpiente de verano, pero casi. La autorización de venta de leche cruda por parte de la Generalitat catalana a mediados de julio ha provocado un aluvión de artículos y opiniones, algunos fundados y otros bastante menos.

La leche cruda, es decir tal cual sale de la vaca o de la oveja o de la cabra, es susceptible de causar diferentes infecciones, por lo que habitualmente se vende pasteurizada o tratada con el sistema UHT. Los de mayor edad recordarán cómo había que hervir la leche que se compraba en las vaquerías -cuando existían-; incluso se solía disponer de una cazuela especial para evitar que la nata la rebosara y se expandiera por toda la cocina.

Cierto es que el comercio de leche cruda está permitido en Francia e Italia, también que uno puede ingerir muchas almendras amargas -y morirse intoxicado-; recolectar setas venenosas y comérselas, una única vez, eso sí; o deleitarse con la toxicidad de las partes verdes de las patatas, ricas en solanina, cuyas efectos se amortiguan con el calor.

No es casual esta reivindicación del consumo, que coincide con otros mitos alimentarios como el absurdo rechazo al gluten o la lactosa por parte de personas perfectamente sanas.

Defiende uno que cada cual coma como quiera, asumiendo su responsabilidad. Si se atiborra a barbacoas -probado cancerígeno-, perfecto. Si se deleita con grasas trans, aceites de palma y demás, allá él con su salud. Si pasa de verduras, más habrá para quien las disfruta. ¿No somos un Estado de libre mercado?

Lo que sí se reclama desde aquí, dado que se ha roto la tradición alimentaria secular -la de hervir la leche, lavar las verduras, etc.- y que es la industria a través de diferentes mecanismos quien «enseña» a comer, es que el Estado, sí ese liberal, asuma su papel y auspicie esa educación alimentaria, nutricional, gastronómica, llámele como quiera, que ha desaparecido en las familias.

Y una vez informados, que cada cual se envenene como más le plazca -a sí mismo, no a segundos o terceros-, que para eso somos libremercadistas.