No sabemos cuántos escarabeos egipcios -amuletos con forma de escarabajo pelotero- debió de regalar Howard Carter. Lo que es seguro es que en 1924 obsequió con uno, de Amenofis III y hoy perdido, a Jacobo Fitz-James Stuart, 17º duque de Alba, como muestra de una amistad que se prolongó hasta la muerte del descubridor de la tumba de Tutankamón. Fue ese lazo, nacido en 1920 (dos años antes del célebre descubrimiento), durante la luna de miel en Egipto del duque, inquieto mecenas cultural de la época y futuro padre de Cayetana de Alba, el que hizo posible las dos históricas visitas de Carter a Madrid en olor de multitud (en 1924 y 1928) para revelar los detalles del hallazgo del faraón niño. De desenterrar ese rastro se han ocupado en Tutankhamón en España (que edita la Fundación José Manuel Lara con Cajasol) los egiptólogos Myriam Seco y Javier Martínez Babón, directora y arqueólogo de la misión del templo de Tutmosis III en Luxor, que este año cumple una década de excavaciones.

Fueron unas palabras que la fallecida Cayetana de Alba pronunció en el 2009 ante el famoso egiptólogo Zahi Hawass, recordando el viaje y los meses que, siendo niña, pasó con su padre en el país del Nilo en 1933, las que pusieron a los autores sobre la pista del papel del duque en las dos visitas de un Carter que impartió dos conferencias en cada una con el aforo completo. Organizadas por la Residencia de Estudiantes y el Comité Hispano-Inglés, fueron unas clases magistrales que desataron una auténtica fiebre por el Antiguo Egipto acaparando la atención de la prensa y la sociedad del momento. La intelectualidad (con la asistencia de figuras como José Ortega y Gasset o los escultores Mariano Benlliure y Victorio Macho), la nobleza y la realeza (Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia) y también el pueblo llano se rindieron al hechizo de Tutankamón.

La casa de Alba abrió sus archivos a Seco y Martínez, que accedieron a misivas, fotos y documentos que revelan la «gran amistad» que unió a los dos hombres. «Eran dos personas muy cultas que conectaron muy bien -señala Seco-. Las cartas son personales, nada oficiales. El duque logró que acreditaran a Carter como miembro de la Real Academia de Historia y que Alfonso XIII, del que también era buen amigo, firmara su nominación para la Cruz de Alfonso XII». Aunque esta segunda iniciativa no cristalizó a causa de la ley británica, que impedía a los ingleses tales honores a sus súbditos, el arqueólogo agradeció igualmente la gestión a su amigo, que fue el único español en figurar en la agenda de direcciones de Carter.

CARTAS PERSONALES / Este le explicaba «con todo detalle», en largas cartas, cómo iba abriendo cada parte de la tumba de Tutankamón y le transmitía «las emociones que sentía en cada momento» y detalles como «la expresión triste pero tranquila» de la máscara del joven rey. Otra muestra de confianza hacia el duque de Alba fue revelarle información reservada, como el valor aproximado del sarcófago macizo: «Representa unas 30.000 o 40.000 libras de oro, circunstancia que oculto por el momento, por motivos fáciles de comprender», escribía.

Durante las dos estancias en España, Carter, que se hospedó en el palacio de Liria, la residencia del duque, «quedó encantado del exquisito trato que este le dio y de la acogida del público», destaca Seco. El arqueólogo visitó el Museo del Prado, el Museo Arqueológico Nacional, Toledo, comió en el Ritz, se le ofreció una cena de gala en la embajada británica y fue recibido por Alfonso XIII en el Palacio Real.

En las cuatro conferencias, Carter mostró su debilidad por los detalles humanos que rodeaban a Tutankamón, como la guirnalda de flores de loto secas sobre la frente de la momia, ofrenda de la reina viuda, o el trono del rey, con la entrañable escena del idilio del matrimonio en el respaldo.

OBRA PREMIADA / El libro, premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos, recuerda la vida y las posibles causas de la muerte de Tutankamón, la biografía de Carter, los detalles del hallazgo de la tumba y hasta las maldiciones que pesaron sobre él y que crecieron tras la muerte del patrocinador lord Carnarvon. También revela, además de las conferencias, la sensibilidad de Carter ante el tráfico de momias en la época». «Creía que debían exponerse, pero con dignidad, en un espacio propio. Él sugería un museo en Giza, dentro de la pirámide de Mikerinos», apunta Seco.

Carter acompañó sus charlas con diapositivas y cintas cinematográficas -hoy desaparecidas-, que legó al Comité Hispano-Inglés para que este les diera la máxima difusión, cosa que hizo en un largo recorrido: 85 centros de todo el país, desde asociaciones obreras a colegios y universidades, pasando por agrupaciones católicas y ateneos, solicitaron exponerlas.