John Banville, el más grande escritor irlandés vivo (y tiene dura esa pugna), se siente muy cómodo esta mañana en Madrid frente a una copa de vino blanco; aunque Kingsley Amis, gran borrachín e importante misógino, asegurara que esa es una bebida para señoritas. Quizá la elección se deba a que Banville ha explorado su vertiente femenina siguiendo las andanzas de Isabel Archer, la protagonista de Retrato de una dama de Henry James, uno de los más certeros y profundos retratos femeninos de la literatura. Pero si alguien se interesa por la osadía de haber escrito La señora Osmond (Alfaguara), la continuación de ese clásico, Banville contrataca con el humor. Si en el pasado y bajo el seudónimo de Benjamin Black escribió La rubia de ojos negros a la manera de Raymond Chandler y ahora imitando a James, su próxima reencarnación, dice, será hacer un pastiche de un novelista llamado John Banville.

-James es una de sus influencias, pero en esta novela se diría que ha sido usted poseído por el autor.

-Ha sido una especie de autohipnosis. Pero tampoco tengo muchas certezas cuando escribo. Trabajo durante la jornada y cuando me levanto de la mesa de trabajo me pregunto si he sido yo quien se ha pasado todo el día ahí. ¿Se supone que esa es una forma de vivir normal para un adulto? A veces me enseñan textos que he escrito hace tiempo y no recuerdo haberlo hecho.

-¿Sería como un trance?

-Sería como un sueño controlado. Friedrich Nietzsche dijo que todo hombre es un artista cuando duerme. Así que todos llevamos una novela dentro y es una suerte que la mayoría no lo recuerde al día siguiente.

-¿Isabel Archer le perseguía en sueños?

-Bueno, a veces me imagino casado con ella, pero no duraríamos ni seis meses juntos.

-¿Pero le gusta el personaje o no?

-Cuando leí la primera vez Retrato de una dama yo era muy joven y me identifiqué con ella; era yo. La veía perfecta y cargada de promesas. Volví a leerla cuando ya no era tan joven y lo que percibí entonces fue la inexperiencia de Isabel, cómo se cegaba respecto a todo lo que la rodeaba. Ahora que soy un hombre maduro la veo con otros ojos. Como una gran ególatra. Maravillosa si quieres, pero decididamente trastornada.

-Colm Tóibín, irlandés como usted, está convencido de la homosexualidad de James. Usted es hetero. ¿Qué aporta eso a la narración?

-A mí me fascina el personaje, como a muchas mujeres, pero mi forma de contemplarla es totalmente distinta a la de James. Nunca he conocido a una mujer que por lo menos una vez a la semana no me haya dicho algo sorprendente y que me obligue a ajustar mi forma de pensar sobre ella. Eso no me pasa con los hombres. Pero no se engañe, un personaje es solo un conjunto de palabras.

-¿Solo eso?

-Sí, los escritores somos una especie de doctor Frankenstein, aplicamos corrientes eléctricas a las palabras para que los personajes puedan tener esa vida breve. Yo no pienso en términos de argumento sino de palabras, y la lucha contra el idioma es terrible. Ningún escritor gana en ella.

-Pero la batalla merece la pena.

-Bueno, mi mujer me suele decir que si dejara de escribir seguramente me dedicaría a la política y eso es mucho peor. Porque si nos fijamos en los terribles hechos políticos del siglo XX, muchos de sus responsables, Adolf Hitler, Stalin, Mao y Pol Pot, fueron artistas fracasados. No hay nada peor, créame.

-Podría decirse que ‘Retrato de una dama’ es la primera novela feminista, pero a usted las feministas no lo han tratado muy bien.

-Sí, la novela de James es feminista y la mía sigue por el mismo camino. Recuerdo que una vez, en la presentación de uno de mis libros, una mujer me miró muy tensa y me preguntó que cuándo dejaría de escribir sobre hombres que maltratan a las mujeres. Le dije que debía haber leído los libros de otro porque los personajes más interesantes de mis libros son siempre mujeres.

-¿Cómo vive esta explosión feminista en la que nos encontramos?

-Bueno, ahora los hombres debemos de tener mucho cuidado con lo que decimos. Creo que la revuelta tenía que haber ocurrido hace mucho tiempo. No entiendo por qué las mujeres no se habían rebelado antes ante esas proposiciones masculinas que pretenden funcionar poniendo la mano donde no se debe. ¡Podían haberse quejado en voz alta! Pero ahí es cuando entra mi hija y me dice: «Papá, no entiendes nada». Mi hija es una feminista maravillosa y terrorífica, en el sentido de que no deja pasar una.

-En su caso concreto, ¿el hecho de repartir su semana en dos familias distintas también ha acrecentado esas críticas?

-No es algo que me importe mucho. Ambas mujeres están conformes con esta situación. Lo que yo hago es aumentar la cantidad de amor en el mundo. Yo sigo queriendo a todas las mujeres a la que amé en el pasado. Creo que a la única con la que he perdido contacto fue la novia que tuve desde los 11 hasta los 17. Pero muchas veces me pregunto si es feliz, porque hay una parte de mí que sigue enamorado de ella. ¿Por qué se debe renunciar a seguir en contacto con alguien que se ha amado? ¿Por qué hay que abrir la puerta a la fealdad del odio? Creo que hay que aferrarse al amor.

-¿Y qué le dice su hija cuando le oye decir eso?

-(Ríe con ganas). Me dice: «Escucha, papá…».