Vincent Lindon vuelve a reivindicarse como uno de los grandes actores europeos en Rodin, que repasa la vida del célebre escultor Auguste Rodin.

-¿Siente un actor cierta responsabilidad moral al dar vida a alguien que realmente existió?

-Si me dijera a mí mismo que tengo una responsabilidad moral, sería incapaz de hacer nada. Actuar es como jugar al tenis: si te preocupas demasiado por no cometer una doble falta, seguro que acabarás cometiéndola. En todo caso, yo no me aproximé a Rodin con la intención de imitarlo. Preferí entrar en su mente, reflexionar sobre la intensidad que ponía en su trabajo; sobre su sufrimiento y su dolor; sobre su excesivo egocentrismo y su posible esquizofrenia. Rodin no es una película biográfica.

-¿No?

-No, yo odio esas películas. La mayoría de biopics sobre artistas no los muestran creando su arte, no explican qué es lo que los hace grandes, o son meras entradas de la Wikipedia filmadas. Durante la mayor parte de su metraje, Rodin nos muestra al artista trabajando.

-De hecho, en la película Rodin afirma que la belleza solo está en el trabajo. ¿Está usted de acuerdo?

-No hay más que fijarse en el mundo real. Sin trabajo, estamos realmente hundidos, nos desintegramos. El trabajo es salud, es felicidad, es satisfacción; nos permite demostrar que valemos algo y servimos para algo. No trabajar nos hace inútiles. Lo primero que preguntamos al conocer a otra persona no es, «¿a quién amas en tu vida?», sino «¿en qué trabajas?» Rodin trabajaba 21 horas al día.

-Pero no da la sensación de que el trabajo lo hiciera feliz.

-Rodin fue atroz con su hijo, no dejó que lo llamara «papá» y lo desheredó. Fue un hombre fallido en el amor y la amistad, hacía promesas que luego no cumplía. Pero, en realidad, todos los genios son monstruos. Están poseídos por su arte, y en su vida no cabe nada más que el arte. Picasso fue un monstruo; Chaplin también, y también Van Gogh. Todos los genios.

-¿Cómo se metió en su piel?

-Durante cinco meses aprendí a esculpir, cuatro o cinco horas al día. Era necesario, porque si durante el rodaje quería centrarme en interpretar la vida interior de Rodin, no podía pasarme el rato pensando en si mi forma de mover las manos sobre la arcilla era la correcta. Tenía que lograr que las manos se movieran solas y así centrarme en el drama. También me dejé crecer la barba durante siete meses; quería ser Rodin. Pero sentí un miedo terrible, estuve a punto de renunciar un mes antes de empezar a rodar. Pensé: «Van a descubrir que soy un fraude».

-Y a la hora de abandonar el papel, ¿tuvo dificultades?

-Fue difícil. Rodin será parte de mí para siempre. Quiero seguir practicando la escultura. Soy una persona muy nerviosa y esculpir me calma. Es como conducir un coche de carreras: requiere toda tu atención, y te hace olvidarte de que tienes una familia, y un teléfono móvil. No te deja pensar en nada más, así que te permite mantener todas tus ansiedades a raya.

-Para trabajar la arcilla, Rodin parece atacarla, como una fiera que se abalanza sobre su presa. Es muy físico. ¿Diría que ese es también el modo que usted tiene de afrontar sus personajes?

-Siempre. Se lo explicaré usando una metáfora. Hay dos formas de comer la yema del huevo frito. Algunos clavan el pan en el tenedor para mojar la yema con finura, y otros cogen el pan con la mano y hunden hasta los dedos en la yema. Yo soy uno de estos últimos. En cuanto me implico en una película, lo hago hasta las últimas consecuencias; podría morir por ella. Pero no podría interpretar un personaje del que no estoy enamorado, me sentiría como un mentiroso. Mire, yo no tengo necesidad de trabajar. Si no me mueve la pasión, prefiero no hacerlo. El dinero no me importa. Me importa poder irme a dormir cada noche con la conciencia tranquila.