Las mujeres en la familia de Louisa Holecz (Londres, 1971. Reside en Zaragoza desde el año 2000) siempre han utilizado alfileres y agujas, como recordaba Louise Bourgeois de las suyas: «Cuando era pequeña, todas las mujeres de mi casa usaban agujas. Siempre he sentido fascinación por las agujas, por el poder mágico de las agujas. Las agujas sirven para reparar los daños. Tratan de conseguir un tipo de perdón. No son nunca agresivas, a diferencia de los alfileres». Con motivo de la exposición Círculo de tiza. Imágenes y voces que interrogan en el Paraninfo de la Universidad de Zaragoza (2017), Louisa Holecz intervino con alfileres la superficie de tela que colgaba de uno de los cuadros de María Enfedaque, creando surcos que hilvanaban tantas historias por contar. Los alfileres, entonces, no eran más agresivos que las agujas, sólo marcaban, a diferencia de lo que sucede en sus últimas obras, realizadas en exclusiva con alfileres que duelen. El dolor físico de la acción es reparador de otro tipo de dolor más intenso.

En 2014 Louisa Holecz pintó su autorretrato. No era el primero. Pero a diferencia de los anteriores quiso acompañarlo con unas reflexiones sobre su visión del arte. La pintura, escribió, le sirve para ayudarse a entender el mundo, como una herramienta de autoconocimiento. «Yo os doy la cara, estoy aquí». Eso dice su autorretrato, desde el que nos invita a mirarla no a través de nuestros ojos, sino de los suyos. El ojo derecho le costó mucho pintarlo bien; lo pintó y repintó hasta en diez ocasiones. Tuvo que pensarlo como una abstracción, verlo como a un desconocido. E insistió en su convencimiento de que el arte tiene la capacidad de liberar el duelo. De ahí su deseo de cartografiar con sus obras lo traumático en un intento de liberar el duelo.

Abyertar

Según la definición de Julia Kristeva, lo abyecto es aquello de lo que debo deshacerme «a fin de ser un yo». Hal Foster considera que lo que ese yo primordial expulsa, en primer lugar, es una sustancia fantasmal ajena al sujeto e íntima con él; una superproximidad que produce pánico. Abyectar es expulsar, una acción, que afirma Kristeva, es fundamental para el sostenimiento del sujeto y de la sociedad. Entre las direcciones que ha tomado el arte de lo abyecto, Foster señala dos: la primera consiste en identificarse con lo abyecto, es decir, sondar la herida del trauma, tocar la obscena mirada-objeto de lo real; la segunda supone representar la condición de la abyección para aprehender en el acto. Louisa Holecz elige explorar en su obra ambas direcciones: sondar la herida, mostrándola a la mirada devoradora del espectador, y representar la acción misma de la abyección.

Louisa Holecz pinta imágenes perturbadoras que comparten con las de Ángeles Santos la capacidad, que tanto fascinó a Ramón Gómez de la Serna, de sustituir la realidad de la que parten por otra más precisa, una realidad biselada. Pinta imágenes perversas que, como Rafael Alberti escribió de las de Maruja Mallo, son «salivazos de sueño». Pinta imágenes reales que lanza a la invención. Pinta imágenes que dialogan con la muerte. Pinta imágenes de pesadilla para poner rostro al miedo, como las de Paula Rego. Pinta imágenes que convocan resonancias para reconocerse. Pinta vanitas. Es tremendo enfrentar la muerte, pero Louisa Holecz se atreve cuando pinta su Autorretrato con peces, de 2010. En reposo y quieta, a pesar de que su interior haya sido devorado por los peces que asoman insaciables de su pecho. No hay narración en sus pinturas, sabe que el enigma de la invención no ha de ser descifrado. El arte no es representación sino una presentación capaz de liberarnos; así lo entiende Louisa Holecz. Ya en 1917 Apollinaire distinguió el cambio determinante que la función del arte había tenido en torno a la mitad del siglo XIX: si antes de esta fecha se esperaba que el arte distrajera del sufrimiento o que al menos fuera un consuelo, a partir de entonces, el arte tendió a consternar, a devolvernos a nuestro sufrimiento. Es un arte que no alivia, sino que causa dolor. El dolor en las imágenes pintadas de Louisa Holecz comunica su miedo; no para sacudírselo sino para ponerle rostro.

La imagen de la casa es un referente en sus dibujos, pinturas y esculturas. Con listones de madera construye la estructura básica de casas que forra con batas y delantales de mujer, una segunda piel que descubre la dependencia que tal abrigo significa; o cubre con seda blanca. Y con barro cocido modela sus volúmenes esenciales, sin puertas ni ventanas, de los que surgen árboles o telas de araña, o protege con almohadones de telas bordadas por las mujeres de su familia. La casa es cuerpo y alma, escribió Bachelard: «No sólo albergamos nuestros recuerdos, también albergamos nuestros olvidos, nuestro inconsciente. Nuestra alma es una morada. Al recordar las casas, las habitaciones, aprendemos a morar en nosotros mismos». La casa es el cuerpo en la obra de Louisa Holecz, y los recuerdos y experiencias, la materia prima que le impulsa a transformar las dudas en cosas, las heridas en objetos que las explican, las sobrepasan y las subliman. Que todo eso, al decir de Jean Frémon, es el arte de la escultura.

En sus obras últimas, Louisa Holecz «dibuja» con alfileres sobre diferentes tipos de telas, paciente y nítidamente, escaleras e interiores de casas donde vivieron artistas a quienes se siente especialmente próxima, en el deseo de concitar encuentros imaginarios. Escenarios de tránsito e intermedios que son especialmente elocuentes del momento actual de Louisa Holecz.