Se apagan las luces y el director puso en marcha a una orquesta sinfónica de 60 músicos, con gran carga de metal. Y sobre una mar gruesa de fanfarria rodaron finos y vibrantes los violines como las olas, la brisa y todo eso. En medio de ese choque sorpresa de dibujos (sonidos) animados salieron los cinco vestidos de esmóking a saludar. Anoche, Los Luthiers llenaron el aforo y la atmósfera del Príncipe Felipe de gags sonoros y de parodias, haciendo saltar sus descacharrantes intervenciones desde la tersa sábana sinfónica de una orquesta afinadísima. Los problemas de acceso, que ocasionaron grandes retenciones a la entrada, retrasaron el comienzo.

El Grosso Concerto que da nombre al espectáculo, era una obra totalmente instrumental en la que un mismo tema fue interpretado alternativamente por una orquesta de cámara barroca y un trío de músicos callejeros andinos, que progresivamente se solapaban. El efecto era sorprendente. Los síncopes de cuerda haendelianos daban paso a los chasquidos del guitarro y de la quena en un carnavalito, sin que nada chirriara. Tan verdaderos y afines eran los ritmos de los dos conjuntos.

No falló el mimo de Carlos Núñez. El golpe visual de esperar a que la orquesta le dé la entrada y atacar su solo de piano en el vacío con las manos inversas, como garras golpeando al aire hacia arriba, en la dirección contraria a las teclas, hasta que se daba cuenta de que estaba colocada al revés la partitura. O la liturgia de la música sinfónica resbalando por el precipicio del humor y del disparate para caer siempre de pie como los gatos. "No nos reímos de la música, sino con la música", han dicho. Era lo difícil, como la escena del cantautor que multiplicaba las mil formas posibles que tiene el ser humano de parodiar un bolero.

PALABRAS SIN DESMAYO

Pero los Luthiers son argentinos, gente que dora, que adora la palabra. Marcos Mundstock, el presentador pedante de cada número, jugaba con ellas como un mago con su mazo de cartas, y provocaba, ceremoniosamente, chispas secas de risa como mecheros en la gran sala. La historia del tenor que increpaba a la opulenta soprano indefinida y "efectúa sobre ella un disparo con orificio de entrada en el abdomen y orificio de salida... Bueno, orificio de salida".

La representación de La hija de Escipión , con el juglar lanzando gorjeos y epitalamios bajo el balcón y el padre enfurecido que baja con la espada para obligarle a casarse con ella, estilo La venganza de Don Mendo , en plan ópera, llevan igual 30 años paseándola por el mundo. Pero todo el mundo se reía cuando, tras el aria cantada en tono gravísimo por el padre, es el que no ha cantado el que saluda ante la ovación del público.

Todo avanzaba sin respiro. La historia de un cantautor que relata sus comienzos y dice: "...empecé a vender algunos discos..., después la radio de papá..., el reloj..." para pasar luego a cantar el bolero a "la mujer que me hace sufrir. Esa mujer es mi dentista", en tanto le replica, surreal y como despistado, Carlos López Puccio, el luthier con el pelo de estopa: "En sus canciones, la cantidad no va en demérito de la calidad. Todo lo contrario: va en demérito".

No faltaron las sesiones psiquiátricas, ni los diálogos de clowns , ni el reagge , ni el sha, la, la mecidos por una orquesta que no perdió las formas y la etiqueta ni cuando Les Luthiers entran en un alocado ir y venir de intérpretes y solistas buscando su sitio y sus partituras. Ni perdió decoro la música como concepto (desde Palestrina hasta Stravinsky) en la Serenata mariachi de dos mexicanos peleando con su canción por la misma mujer.